Dana (I). Cuando la vida te para.

Lunes 28 de octubre, el cielo está raro, viene a la consulta una mujer que vive en la montaña, cerca del pantano de Forata, me cuenta que le ha llamado la atención que los pájaros y las palomas volaban en dirección contraria a lo habitual. Hace calor para la época en la que estamos pero sentimos un escalofrío interior. Bromeamos con que somos tan sensibles como los pájaros, quizá estamos intuyendo algo.

Martes 29 de octubre, a las 6 de la mañana me despierta una fuerte lluvia, jamás había escuchado tanta agua, me asomo a la ventana y el cielo se enciende y se apaga en silenciosos relámpagos. Decido anular las citas de hoy, creo que es innecesario exponerse a semejante tormenta, mejor hacer las sesiones por videollamada. Son las 9.15h y sigue lloviendo con mucha intensidad. En el grupo de las amigas una foto con pantalones, calcetines y zapatillas junto a la estufa, del coche a la oficina los trabajadores empapados.

Pienso en mi prima, que coge el coche cada día para ir a trabajar. La llamo para preguntar si había llegado bien a Torrente, su respuesta: en barca, en Cheste diluviaba, a 60 km. por la carretera, y unas risas. A las 9.55 h. me reenvía un mensaje de la DGT avisando del corte de la A3 por las lluvias, a la altura de la salida 322, y una foto de la parte de atrás del polígono de Chiva. La vía de servicio de Buñol es una balsa, ya no hay risas. Decide volver a casa sospechando que la cosa va en serio y me llama diciendo que ha pasado miedo y que no podía entrar a Buñol porque la entrada estaba inundada, tuvo que ir hasta Ventamina para llegar a casa. Empezamos a preguntar por los grupos de la familia si estamos todos bien, algunas amigas están asustadas porque no contactan con sus maridos o con sus hijos, la lluvia se intensifica y la incertidumbre aumenta. 

La televisión nos recuerda una y otra vez que estamos en alerta máxima por DANA. Aquí ya lo sabemos pero muchas otras poblaciones están ajenas a lo que se les viene encima, allí no llueve.

Avanza el día y empiezan los apagones de luz. A mitad de una consulta por videollamada tenemos que hacerlo con la luz de unas velas. Justo al terminar empieza a fallar internet, el último WhatsApp que recibo es el de una amiga que vive en la calle del Río, el agua se está acercando mucho a su casa, parece que el río hace olas y el ruido es brutal. Antes de la cena ya no hay luz, ni teléfono, ni TV, sólo agua torrencial y oscuridad.

Siento que algo muy grande está pasando, no puedo irme a dormir así, estoy alerta, necesito saber que mi familia y amigos están bien y no puedo comunicarme con nadie. A la 1.30 de la madrugada deja de llover, salgo al balcón y escucho el agua rugir, hay alguien desde la terraza del edificio de enfrente apuntando con una linterna hacia el barranco. ¿Qué está pasando?

Miércoles 30 de octubre, de madrugada me despierta un vértigo, no puedo levantarme, todo da vueltas a mi alrededor, sigue sin haber luz, ni teléfono, no puedo avisar a nadie, siento miedo. Soy terapeuta y sé cómo funciona el miedo, así que en vez de luchar, respiro de forma consciente mientas repito mentalmente «mi cuerpo se sabe auto regular, confío en mi cuerpo, le doy el tiempo y el espacio que necesita para que lo haga». Después de un rato funciona y puedo levantarme. 

Subo la persiana de mi habitación, no llueve, mi vecina me pregunta desde su ventana si estoy bien. Estamos ajenas a lo que ha pasado más allá de Buñol, sorprendidas de seguir sin luz, diciendo sin decirlo «estoy aquí». 

La calle se llena de gente, nos buscamos unos a otros. Todos los comercios, excepto el estanco y un par de supermercados, están cerrados. Empiezo a oír que en Chiva ha sido catastrófico, historias de gente que pasó la noche encima de un camión o en el tejado de una nave industrial, personas que tuvieron que llegar a Buñol andando cuando bajó el nivel del agua porque habían perdido su coche. Historias de película de ficción. Este año no hizo falta celebrar Halloween, vivimos nuestra personal noche del terror.

Cojo mi palo de andar porque, a pesar de mi mareo, necesito ir a ver si mi hermano y su familia están bien, viven en una calle donde se forma un río cuando llueve. Están todos bien, aunque sacando agua del garaje.

El cielo sigue raro, la gente deambula por las calles en busca de cobertura, parece que en el cementerio sí que hay. Curiosa ironía, el día de todos los santos el cementerio recibe unas visitas distintas a las habituales.

¡Qué difícil se vuelve la vida sin luz, sin agua y sin telecomunicaciones! ¡Qué vulnerables somos! Nos hemos acostumbrado a una serie de comodidades y rutinas que damos por hecho, y ahora ni siquiera podemos cocinar, mantener los alimentos refrigerados, lavarnos las manos o acceder a nuestro dinero porque no funcionan los cajeros, no funcionan los datáfonos. 

Los puentes están destrozados, nuestros bellos parajes están transformados, y buscamos una radio a pilas para saber qué está pasando. Un viaje atrás en el tiempo reunidos alrededor de ese pequeño aparato por el que sale una voz diciendo que se había desbordado el barranco del Poyo, inundando las poblaciones de su recorrido, que había muchos muertos y desaparecidos, que las alarmas llegaron demasiado tarde. Una alarma que, cuando sonó en mi móvil, lo único que me provocó fue miedo, no sabía lo que era, sólo un extraño sonido que molestaba en mi oído.

Empieza el desconcierto, ¿qué está pasando verdaderamente? A medio día vuelve el agua y a media tarde la luz, de pronto puedo ver un único canal en la Tv, me quedo paralizada descubriendo el horror de las poblaciones vecinas. ¡No puede ser, ¿en serio?! ¿Cómo no se pudo avisar antes, en pleno siglo XXI, con las redes sociales retransmitiendo la vida en tiempo real?

De los cero a los siete años conectamos con el mundo objetivo y experimentamos el mundo a través de los sentidos. A partir de los siete años la mente juega un papel importante en la gestión de esa información que captamos por los sentidos y éstos se convierten en los asistentes de la mente. Desde el nacimiento vivimos múltiples cambios y nos vamos adaptando a ellos, estando más o menos de acuerdo, es la forma en la que nuestro cerebro va aprendiendo, desde la infancia, a gestionar la vida. Y aún así, a veces, el cambio llega tan bruscamente, tan inesperadamente, que la vida a nuestro alrededor se tambalea y nuestro cuerpo siente el impacto como una agresión imposible de gestionar en el momento, y se produce una herida que conocemos como trauma.

Una catástrofe nos lleva más allá de los límites conocidos, la vida está en juego y se activan los mecanismos de afrontamiento. Según nuestra personalidad y nuestra historia de vida podemos atacar, huir o paralizarnos. Se activa un estado de alerta interior, una híper vigilancia que puede quedar activa más allá del tiempo y puede reactivar memorias corporales de traumas anteriores.

La incertidumbre y el shock colectivo generan miedo y éste genera bloqueo o temeridad y podemos perder la prudencia a la hora de actuar. No todos tenemos la misma capacidad para enfrentarnos a las crisis y es importante reconocer lo que uno puede sostener y lo que no, escucharse y ser coherente. Hay que hacer un ejercicio de responsabilidad con uno mismo y con los demás y permitirse decir «no puedo» sin sentirse culpable por no ser capaz de ayudar a los afectados. Biológicamente somos mamíferos y necesitamos relacionarnos. Estar atrapados, separados o desconectados genera una sensación de descontrol, aislamiento e indefensión que puede activar recuerdos de sensaciones parecidas vividas en nuestra infancia. El trauma no es lo que nos pasa sino cómo nos vivimos eso que nos pasa. Hay personas que han heredado genéticamente una capacidad especial para enfrentarse a la adversidad con un esfuerzo constante, parecen no cansarse, pero tarde o temprano acaban rompiéndose. Otras personas están más acostumbradas a vivir en la incertidumbre y han desarrollado una gran capacidad de resiliencia. En cualquier caso, el trauma existencial nos obliga a parar, cambiar el ritmo y la percepción de las cosas, valorar lo que es verdaderamente importante. La vida y los seres queridos van primero pero también nuestro hogar, nuestros recuerdos, nuestro trabajo, todo lo que daba sentido a nuestra vida. 

Perder a un ser querido sin haberte podido despedir es desgarrador y hay un largo camino que recorrer desde la desesperación hasta la aceptación.La primera fase del duelo es la negación: «no puede ser verdad», «no quiero que esto me pase», «ojalá sea una pesadilla de la que voy a despertar»; luego viene la rabia alimentada por la injusticia: «¿por qué no nos han avisado con más tiempo?», «¿por qué no se han tomado medidas antes?». Ninguna respuesta cambia los hechos ocurridos y empieza a crecer el miedo: «¿qué va a pasar ahora?, ¿qué va a ser de mí?» ,»¿cuánto va a durar esto?», «¿y si no soy capaz de salir adelante?». Aparece la tristeza: «me siento vulnerable, indefenso, solo, lo he perdido todo». La necesidad de entender lo ocurrido puede bloquearnos y la comprensión de que la vida es lo que es y no se puede controlar nos acompaña hacia ese terreno de la aceptación donde plantar los cimientos de una nueva vida. Las catástrofes nos llevan a darnos cuenta de que estamos juntos. Independientemente de si estamos unidos o no, nuestra capacidad de ayudarnos, aunque no nos conozcamos, nos hace humanos.

En el camino hacia la reconstrucción pueden aparecer síntomas de estrés, ansiedad, insomnio, pesadillas, dificultades para respirar, alteraciones digestivas, agotamiento, irritabilidad, incapacidad para concentrarse o para trabajar, depresión o impulsos suicidas. Lo que no podemos digerir se queda como una memoria incapaz de ser integrada, conectada a otras experiencias no integradas que no se pueden expresar con palabras. El sistema nervioso central se altera y provoca estrés agudo que si no es tratado por especialistas puede cronificarse y afectar a todas las funciones corporales, incluso puede desencadenar una enfermedad psicosomática.

Después del trauma puede surgir una conducta de evitación, negación, disociación o fobia al recuerdo de lo ocurrido. Es una especie de mecanismo de supervivencia que nos lleva a fragmentar la experiencia a través de los sentidos. Los aspectos visuales, gustativos, olfativos, las sensaciones corporales internas presentes en el momento del trauma quedan grabadas en nuestro inconsciente y pueden ser recordadas en un futuro disparadas por el recuerdo corporal de lo que pasó porque la información no pudo integrarse en su momento y quedó bloqueada, almacenada en la neurobiología. Son los sentidos los que recuerdan el impacto y así es como el pasado no pasa, se queda atrapado en el presente y, aunque ya no esté ocurriendo, te puedes sentir como si estuviera pasando ahora, sin ni siquiera darte cuenta. La emoción ancla en el cuerpo la experiencia vivida.

Las catástrofes nos obligan a vivir en presente, proyectar la vida al futuro parece carecer de sentido y la incertidumbre nos impide hacer planes a medio o largo plazo. Y, sin embargo, la propia crisis nos vuelve creativos y saca a la luz capacidades y dones que no sabíamos que teníamos.

Para seguir adelante tenemos que aceptar el cambio, quedarse en el bucle de preguntas sin respuesta genera más dolor y sufrimiento, culpa, vergüenza, arrepentimiento, miedo, rabia, tristeza, gritos, llanto. Gestionar el tiempo, explorar los sentidos internos y confiar en la mente superior que habita en el corazón nos ayudará a silenciar la mente parlanchina que se resiste a asumir la realidad.

Respirar es una función automática, casi no nos damos cuenta de que lo hacemos y habitualmente nos ocurre lo mismo con la vida, vivimos sin darnos cuenta de que lo hacemos, por pura inercia. De pronto, un imprevisto, una caída, una catástrofe o una enfermedad nos recuerdan que estábamos bien y ahora ya no lo estamos. Poner la atención en la respiración consciente de forma regular, a un ritmo tranquilo y constante, con paciencia y perseverancia, sin esperar resultados rápidos, se traducirá en profundos cambios neurofisiológicos que te llevarán a un estado de relajación producido por las ondas Alpha, el sistema nervioso parasimpático se activa y la mente se va silenciando. El silencio es presencia pura y en ella podemos unir cuerpo, mente y cerebro para generar armonía. Una respiración lenta, silenciosa y profunda permite alinear pensamiento, sentimiento y acción, nos ayuda a tomar distancia para poder ver la situación desde distintos puntos de vista volviéndonos más creativos en la búsqueda de soluciones y facilitara la conexión con la búsqueda de sentido.

Confiar en que tenemos una gran capacidad de adaptación nos ayudará a vivir la crisis como una oportunidad para hacer cambios en nuestra vida que sean más acordes con nuestra necesidad profunda, dejando atrás aquello que ya no tiene sentido para nosotros o nos aleja de nuestro camino. No podemos cambiar lo ocurrido pero podemos aprovechar el desastre para aprender las lecciones que nos trae la vida y tomar las acciones necesarias para no repetir errores.

Cada uno de nosotros vive su propia DANA en algún momento de su vida. Metafóricamente hablando, hay que quitarse el barro, limpiar profundamente, tirar los muebles estropeados y empezar de nuevo, y juntos resulta más fácil. Me pregunto hacia donde vamos como individuos, como sociedad y como humanidad que habita un planeta que está vivo y que parece gritarnos enfurecido que no nos necesita para seguir vivo.

Blanca Marzo Zanón
Coach de salud

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