El fantasma del teatro (1ª parte)

Este relato es pura invención, su misterio e intriga han sido recreados por el autor sin ningún tipo de alusión a nada ni a nadie, sólo es mera literatura de ficción. Lo único verdadero que aquí se menciona es la brutal represión del General Moncey en los días 24 al 26 de junio de 1808 sobre las gentes de Buñol, debido al fatal desenlace ocurrido en las Cabrillas unos días antes, cuando unos paisanos y tropas irregulares se enfrentaron valientemente a las tropas de Napoleón.

El artículo de L. Roada publicado en «El Almanaque» de Las Provincias hablando de esta invasión dice:

«Fue el Inri de estas hazañas, la carta del mariscal francés llevada a Valencia por el prisionero de Moncey, D.Manuel Gomíndez, en la que figuraba este párrafo, referente a Buñol: Mis tropas en su marcha han observado la más exacta disciplina y no han cometido hostilidad alguna, pero han tenido que rechazar la fuerza con la fuerza…»

1ª PARTE. TARBES, FRANCIA, 1984.

Ludovic estaba nervioso y a la vez contento por su nuevo trabajo de músico en Valencia, concretamente en Buñol, pueblo cercano a la capital del Turia, con gran solera musical y dos excelentes bandas conocidas en todo el país. Su plaza de viola en el Conservatorio de Valencia dependía mucho de su actividad en una de las sociedades musicales, en este caso, La Artistica de Buñol, llamada cariñosamente por los ciudadanos de allí «Los Feos».

–Les laids… Los Feos… ja, ja, ja –reía alegremente Ludovic mirando a su abuela, ya casi centenaria pero con fuerte vitalidad y excelente memoria, cosa que le encantaba a Ludovic, su único nieto.

–Soy feo, abuela, acaso. ¿Mírame, je suis laid?
–le repetía a su abuela mientras ella lo miraba con gran amor mientras le preparaba la maleta para Valencia.

Pero ninguno de los dos se esperaba lo que iba a ocurrir minutos después cuando Ludovic, emocionado, le dijese donde iba a estar unos meses antes de incorporarse al Conservatorio Superior de Música de Valencia.

Su abuela le preguntó:

–¿Pero vas directo a Valencia desde Tarbes? –Una pregunta tonta que su abuela no supo en ese momento evaluar.

–Bueno, desde aquí voy a la frontera y allí a Barcelona, donde ya directo a Valencia, a su estación de ferrocarril, del Norte creo que se llama, y desde allí a mi primer destino, Bunol, Bunyol, no sé decirlo, vaya, Bunnol. Espera que lo mire, así, Buñol, jolín, es que nosotros no tenemos la ñ, estos españoles son raros, ¿eh, abuela?

Hubo un corte en el tiempo espacio de aquella habitación del muchacho, como si a cámara lenta se moviesen los personajes y a la vez un pájaro veloz surcase ese lugar ahora contaminado. La abuela dejó de meter las camisas en la maleta azul de Ludovic y se sentó en la cama abatida y mareada. La habitación le dio vueltas y creyó que este sería su último día. Tenía que ser así, algún día se sabría, y había llegado.

–Ludovic, ¿has dicho Bunnol?, a ver, déjame la carta –sus manos temblaban y pudo comprobar que sí, era Buñol con ñ, como le dijo una vez su abuela cuando ella era una joven inquieta pero responsable y amante de la historia.

–Abuela, ¿que te pasa, estás mala? ¿Qué te ocurre?

–Ludovic, hijo, nieto mío, sabes que te quiero –se hizo un silencio en el cuarto del joven–, no debes ir a ese sitio.

–Pero abuela, ¿qué dices?, si es mi primer trabajo de músico de viola, estoy contentísimo.

Su abuela le hizo sentarse junto a ella y le dijo que escuchase con atención.

–Mi abuela, cuando era yo tan joven como tú, me contó una historia sobre justamente ese pueblo, Buñol, sí, con la famosa ñ que nosotros no tenemos en nuestro vocabulario. Ella tenía guardada en su viejo armario un objeto enrollado en una tela azul, que me enseñó. Era una custodia de plata muy antigua y de gran valor, de mediano tamaño. Yo le pregunté que qué era aquello, aunque enseguida lo supe, pues las había visto igual en la Iglesia de Tarbes. Es una custodia, abuela, le dije enseguida. Ella me señaló su base y me indicó que leyese unas letras y números que apenas se veían:

–Condado de Buñol, 1764. Iglesia El Salvador. Conde Frco Milán de Aragón y Mercader, domina custodiam.

–¿Y qué pasa con la custodia? –le dije yo a mi abuela.

–La trajo un antepasado nuestro de ese lugar, Buñol. Mi bisabuelo estaba en el ejército imperial de Napoléon cuando éste invadió España.

Yo le comenté que era muy bonita y quizás de gran valor.

–Esa no es la cuestión, Ludovic, esa no es la cuestión. Hay que reparar, hay que reparar, mucho… a esa pobre gente. Mi abuelo, soldado de aquel maléfico ejército que se hacía llamar Imperial, bajo las órdenes del General Moncey, que espero que esté en lo más profundo del infierno, que arrolló y masacró a esa pobre gente, robando, saqueando, matando… Y tu abuelo fue uno de ellos. Esta custodia ha pasado de generación en generación y es una prueba contundente pues, aparte de que él lo relatase a mi madre y no se arrepintiese de nada, en muchos pueblos y ciudades hicieron lo mismo, pero solamente de Buñol trajo un recuerdo robado a sangre y fuego –dejó de hablar y miró a su nieto como preguntando si había entendido algo.

Lo primero que le preguntó Ludovic a su abuela era donde estaba la custodia de plata. Ella se levantó y salió de la habitación. Al cabo de unos minutos trajo algo en sus manos, era una tela azul que la envolvía, se puso delante de él y la abrió.

Ludovic se quedó sin habla, era todo cierto, su abuela lloraba desconsoladamente.

Ludovic reaccionó con rapidez, era soberbio y terco como una mula, y se lo tenía creído. Su buen físico y también su inteligencia le hacían perfecto, pensaba él a menudo.

–Abuela, lo siento, me parece una historia de novela y ya sé que en las guerras pasan cosas horribles pero… es una historia más y punto –Marie, le cortó.

–Sé lo que vas a decir y lo que piensas, incluso lo que has decidido, pero aquello no fue una guerra, fue una terrible e inhumana invasión a un pobre pueblo al cual vuestro querido Napoleón engañó deliberadamente y así quedó el soberbio, derrotado por unos valientes soldados y guerrilleros españoles. Un pueblo de verdad. Además, hay soldados y oficiales justos y otros malvados y crueles, como el caso de Moncey. ¿Acaso vas a defender a ese mariscal?

Ludovic estaba triste pero decidido a toda costa a coger el tren de la tarde, aunque su abuela se arrastrase a sus pies diciendo que tenía un presentimiento muy malo, fatal. Habían pasado casi ciento ochenta años de aquella barbarie y aun así la mayoría de los franceses seguían apoyando la figura del Emperador en la historia. 

No se despidió de nadie esa tarde en Tarbes, cogió la maleta y se fue a la estación de ferrocarril. Ni siquiera se acordaba ya de la rocambolesca historia de su abuela Marie. Qué pesados los viejos, y qué supersticiosos.

Emocionado por su aventura profesional, agarró su viola y la maleta y se subió al segundo vagón hacia España, hacia Valencia.

Ya acomodado en el tren, observaba lentamente el paisaje. Al llegar a España y dejar los Pirineos se presentaba ante él un nuevo paisaje. Pensó, vaya arquitectura, sólo pobreza, y estas gentes ignorantes, mira cómo saludan al tren, serán idiotas… no me extraña que Napoleón quisiera modernizar este viejo país de torpes gentes, espero que en Valencia estén más avanzados. Y corrió las cortinillas del tren, del cual también se quejaba de lo viejo y lento que era. A su vez, miraba con desprecio a la gente del vagón que también viajaba a Barcelona como él.

–Cochon, cochon… eso es lo que sois. Espero salir pronto de este país y tocar en la Ópera de París. Si no fuera porque no me han admitido en París iba yo a venir a este país, maldita sea –y se durmió bastante deprimido y encolerizado.

El tren de Renfe bordeaba el Mediterraneo en hermosas vistas que él ya nunca volvería a ver. Al mismo tiempo, su abuela Marie miraba tras el cristal de la ventana de la habitación. Se divisaba la torre de la iglesia de Tarbes y el cielo gris tan corriente en Francia. La madre de Ludovic no debía saber nada, era la única a la cual se le había negado este secreto, a decisión de Marie. No quiso preocuparla, bastante tenía con la muerte de su marido cuando Ludovic era pequeño. Marie pensaba que si algo le ocurría a su nieto quizás estaría justificado, aunque sólo pensarlo le destrozaba el alma. Generación tras generación la custodia estaba presente, y por algo sería, admitía ella. La venganza nunca duerme, los muertos asesinados tampoco, a ella con casi noventa y cinco años ya no le importaba esta vida, pero algo le decía que todo acababa de comenzar en la otra. Su antepasado, soldado de Moncey, se jactó de aquello y aquello estaba presente día a día, ella lo notó siempre, al igual que su abuela. ¿Acaso no era extraño que los hombres de esta familia hubiesen muerto tan jóvenes? 

Aquella certeza le causó escalofríos y un pinchazo mortal en su viejo corazón. Antes de caer al suelo y darse en la cabeza con la mesa de mármol, pensó en su amado Ludovic, su querido y único nieto.

La custodia de plata, la custodia de plata… balbuceaba mientras agonizaba en el suelo, entre un charco de sangre debido al golpe con el mármol de la mesa. Debí dársela para que la devolviese a Buñol… devolver. Fueron sus últimas palabras.

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol histórico

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