Salvador Aparisi, –don Salvador o el «tío Aparisi», que de ambas formas era conocido por los buñoleros– era el inspector farmacéutico municipal de Buñol y titular una de las tres farmacias que había en el pueblo.
Salvador es otro «buñolero» notable que, sin haber nacido en nuestro pueblo, comenzó a respirar su aire y beber su agua desde bien niño, ya que sus padres acudían cada verano de vacaciones a su casa de la calle Pelayo, frente al Molino Galán. Ya de mayor, aquí se estableció y formó una familia. Juan Manuel Aparisi Ortiz, hijo de nuestro personaje y buñolero de pro, es el único descendiente vivo de Salvador. Es farmacéutico como su padre y abogado como su abuelo. A él hemos recurrido como fuente más fiable y, amablemente, nos ha facilitado información e imágenes, con las que intentaremos plasmar, a grandes rasgos, la vida y la obra de Salvador Aparisi, un «buñolero» importante y muy singular.
Estamos ante un personaje poliédrico, vitalista y con un gran sentido del humor, que mantuvo hasta el final. Todo esto sin restarle un ápice a su profesionalidad y dedicación a sus clientes, a los que dispensaba sus medicamentos y fórmulas magistrales mediante un trato muy cordial y cercano. No quedaría completa esta aproximación a nuestro personaje si no resaltamos también su solidaridad y empatía con la gente, así como su actitud de permanente colaboración con el pueblo y sus fiestas. Pero vayamos ya, sin más preámbulo, con la semblanza de nuestro personaje, mediante una visión de su trayectoria vital desde la niñez hasta su conexión definitiva con Buñol.
Salvador nace en Valencia, en el seno de una familia acomodada. Sus padres, Manuel Aparisi (abogado) y Rosario González (empresaria) fallecieron jóvenes, dejando diez hijos, de los que Salvador, con catorce años, era el tercero. Al quedar huérfanos, la vida de los hermanos sufre un vuelco tan extraño como inesperado. Sus tutores los envían a colegios diferentes, desconociéndose la formación alcanzada por todos ellos. Salvador hace la carrera de farmacia en Santiago de Compostela. Allí, entre otras cosas, participa en una huelga para impedir que los medicamentos se vendan en las droguerías. Cuando le queda una asignatura para terminar, no se presenta al examen, para que lo suspendan y, de ese modo, prolongar su estancia en Santiago, pasándoselo bien. Pero estalla la Guerra Civil y regresa a Valencia a la espera de acontecimientos.
En 1936 se casa en Buñol con Carmen Miguel Garrigues, que fallece sin descendencia en 1940. Ese mismo año Salvador hace el examen pendiente y obtiene la licenciatura. A continuación, compra la farmacia de Ernesto Carrascosa, de la calle Cid 3, siendo éste el punto de inflexión a partir del cual Salvador se vincula a Buñol para siempre.
En 1942 contrae matrimonio con la buñolera Juana Ortiz Puchol (1908-1998) y fruto de este matrimonio son sus dos hijos: Jesús Salvador (1943-1988), que fue médico anestesista y Juan Manuel (1947), ya mencionado anteriormente.
La farmacia Aparisi no era una farmacia al uso. El trato familiar y cercano que Salvador dispensaba a sus clientes hacía que éstos se sintieran muy cómodos y desinhibidos para contarle sus problemas –y no solo los de salud–, que él escuchaba con paciencia, cual «confesor laico», según lo define su hijo. Cuando el problema era económico, su respuesta siempre era: «ya me pagarás». Y ante casos extremos, regalaba el medicamento. Eran tiempos de posguerra, en que mucha gente apenas tenía para comer y Salvador, consciente de ello, sacrificaba parte de sus beneficios para que nadie quedara sin el fármaco que necesitaba.
Sabido es que, en esa época, las fuerzas vivas de los pueblos las constituían el alcalde, el párroco, el farmacéutico y el médico. Pero Salvador, dado su carácter abierto y servicial, prescindía de dicho estatus y solía ejercer como puente y valedor, entre quienes se lo pedían, y los órganos eclesiástico o administrativo. En ese sentido, se ofreció como padrino de pila de personas no bautizadas que querían casarse y, para ello, les exigían la partida de bautismo. De este modo, llegó a ser padrino de pila –y después de boda– de al menos veinte personas.
Apuntábamos anteriormente estar ante un personaje poliédrico y vamos a demostrar que no era una afirmación gratuita. Era un creativo nato que, mediante fórmulas magistrales tan imaginativas como oportunas y eficaces, fue creando una serie de productos de mucho éxito que, además, publicitaba con gran sentido del humor, ese humor suyo que le hacía tan singular.
En tiempos difíciles las golosinas infantiles –las «chuches» de ahora– eran casi unas desconocidas para las masas populares. Consciente de ello, y pensando en la chiquillería, Salvador pone a la venta barritas de «puromoro» y «pastillicas de goma» (regaliz y gominolas, que diríamos ahora). En principio lo regalaba a los críos que iban con sus padres a la farmacia, pero pronto se popularizó el asunto entre la chiquillería, que acudían a la salida del cole a por su golosina. Y Salvador, tan bromista, se anunciaba así en los programas de fiestas: «Farmacia Aparisi, especialidad en puromoro y pastillicas de goma». Después funda el laboratorio SALAPGON (acrónimo de Salvador Aparisi González) y crea los siguientes productos:
Ungüento La Señora: para dermopatologías, como eccemas, granos, etc.
Pingrosia: un licor de leche.
Hormiguina: un jarabe simple emulsionado con veneno, que atraía a las hormigas con su azúcar y las mataba.
Pingrosil: un líquido de gran efectividad para los sabañones.
Mat-Raton: era trigo macerado con jarabe simple y un veneno. Le hacía un grajeado con azúcar y lo teñía en rojo para distinguirlo del trigo normal. Salvador publicitaba este producto, por radio y en octavillas desplegando toda su artillería humorística.
Monix: era como una levadura artificial y se utilizaba para esas galletas o rollos que sabían un poco a amoniaco. El anagrama era un mono vestido de cocinero y un texto publicitario.
Tomatina: era acido salicílico, un antiséptico, que se utilizaba para la conserva del tomate y se vendía en papelinas que llevaban la imagen de un tomate. Entonces se hacía mucha conserva de tomate, utilizando para ello botellas usadas a las que, después de llenas, se les añadía una papelina de este producto. Se patentó la «Tomatina» en 1942, pero caducó la patente cuando dejó de usarse durante 12 años, porque la gente ya no hacía conserva casera. ¡Qué lejos estaba Salvador de pensar que, con los años, la fiesta popular que se conocía como «Fiesta del Tomate», cambiaría su nombre por el de «La Tomatina», ¡en recuerdo a su producto! Y todos sabemos la resonancia mundial de esta fiesta y este nombre, cuya propiedad y patente mundial son ahora del ayuntamiento. Pero quien creó dicho nombre y lo utilizó comercialmente fue Salvador, y eso el pueblo lo sabe.
Repasemos ahora otra faceta de Salvador: su filantropía y solidaridad con la «senectud», como él decía –aún no se había acuñado el eufemismo «tercera edad»–. Comenzó reuniendo a los jubilados el día de la Merced y les hizo una paella en su huerto. En sucesivos años hacían excursiones por lugares pintorescos y comían en el Restaurante Hajo Jilton. Después consiguió Salvador un precio reducido de la empresa local «Autobuses Lerma» y ya hacían turismo comarcal. Así visitaron la nueva Fábrica de Cementos, la Universidad Laboral de Cheste, el Pantano de Forata, la Cooperativa Vinícola de Cheste… Pero siempre terminaban comiendo en el Hajo Jilton, cuyo propietario, Pepe «el Ajo», también les hacía un buen precio. Este evento anual, que la gente llamaba «La Fiesta de los Viejos», se financiaba con la recaudación de la báscula de la farmacia, que administraban los jubilados. Esto en teoría porque, en la práctica, nunca se cubrían gastos y Salvador aportaba el resto. También colaboró con la juventud, facilitándoles su huerto para la celebración de aquellos míticos guateques de los años 50 y 60. Además les prestaba el «pikú» –lo que hoy conocemos como tocadiscos o giradiscos–, uno de los pocos que había en el pueblo.
Las frases y anécdotas de Salvador darían para llenar un libro, pero no nos resistimos a citar algunas.
– Don Salvador, ¿qué me pongo para los sabañones?
– Ungüento de mayo amante, ungüento de mayo. (Obviamente, en mayo se acaba el frío y se acaban los sabañones).
– Don Salvador, ¿qué me tomo?
– Nada; los medicamentos son pa vendre, no pa pendre. (Él combatía la automedicación y la toma de medicamentos que no fuesen necesarios).
– Don Salvador, deme algo pa las ratas.
– Don salvador, las ratas están ya como conejos y no se mueren.
– Claro, tú me pediste algo pa las ratas, no pa matar las ratas. (Le había dado un producto para engorde animal).
Dos chavales quisieron tomarle el pelo y reírse a su costa:
– Don Salvador, queremos un Scalextric.
(Entra en la rebotica, sale y les pregunta): – ¿Lo queréis en ampolla o en supositorio?
El día de la Virgen del Pilar, patrona de la Guardia Civil, se celebraba fiesta en el cuartel de la Benemérita. Al llegar el teniente y ver que faltaba Salvador, se dirige a dos subordinados y les dice:
– Id a la farmacia y me lo traéis, aunque sea esposado.
Los guardias: – Don Salvador, de parte del teniente que se venga con nosotros, aunque sea esposado. Salvador: – Pues si no me esposáis, no voy. Los que lo veían de camino, con los guardias, se preguntaban: ¿qué habrá hecho don Salvador para que lo lleven esposado?
Un día cubrió el escaparate con papel y solo dejó un agujero por donde la gente miraba. Dentro se veía la imagen de un amigo suyo, que decía: fulano de tal debe tantas pesetas. Y más abajo un cartel que decía: si no quieres verte por el aujerico, paga prontico.
Salvador tenía tres motos y solía ir con frecuencia a la Fuente de la Condesa, en cuyo trayecto tuvo tres caídas, en distintas ocasiones, pero en la misma curva. Se corrieron las voces y esa curva fue bautizada por la gente como la «Curva Aparisi». Él decía: «una calle te la dedica un alcalde y otro te la puede quitar, pero lo que te dedica la voluntad popular, eso queda para siempre».
También le gustaba provocar y en la fiesta de «La mañanica del arrempujón» se metía con la moto entre las cuadrillas de Pascua y, en una ocasión, lo cogieron en volandas, incluida la moto, y lo llevaron como en procesión, desde Rosales hasta la iglesia. Y él, todo serio, sin moverse.
Tras este repaso a sus frases y anecdotario, que nos muestran su singular carácter, vemos, además, que Salvador era un adicto a las fiestas de Buñol y, muy señaladamente, a la Fiesta del Tomate. Por otra parte, todos sabemos que el año 1957 fue suspendida por la autoridad, a consecuencia de unos tomatazos recibidos por un falangista que quería entrar en el ayuntamiento. Entonces, un grupo de jóvenes –locales y foráneos habituales– tuvieron varias reuniones en la Farmacia Aparisi y en el Bar Carrascosa, y tomaron un acuerdo: «Nos han matao tomate, pues tenemos que enterrarlo». Así que organizaron una especie de procesión-cortejo fúnebre, que llamaron «El Entierro del Tomate». Casi toda la organización del «entierro», así como la confección de coronas y pancartas, tuvieron lugar en la farmacia y «El Entierro del Tomate» fue un acto multitudinario. Un tomate sobre un féretro era llevado en andas. Todos vestidos de negro y, tras el féretro, unas plañideras con velo. También iban caballeros con chisteras negras. Un éxito de puesta en escena. Y lo que podía haber sido la desaparición de la Fiesta del Tomate –muchos se lo temían– solo quedó en la suspensión de ese año. De haber desaparecido, quién sabe si hubiera significado el nacimiento de la Fiesta del Entierro del Tomate. A veces, los orígenes de algunas fiestas populares tienen estos recovecos y caprichos históricos.
Y hemos dejado para el final lo que nos atrevemos a calificar como «Centro Neurálgico Aparisi»: La Rebotica, donde Salvador realizaba todo tipo de fórmulas magistrales. Pero, en ocasiones, se convertía en un espacio semisecreto e íntimo, donde se reunía con amigos afines, de su círculo más cercano. Allí, en fraternal armonía, y con el humor marca de la casa, se hablaba de lo divino y lo humano, se compartían noticias, se hacían proyectos y hasta cotilleo… Obviamente, Salvador, como buen anfitrión, disponía de un buen arsenal de licores para los amigos y así, entre chupito y chupito, se confraternizaba mejor. Nos ha parecido que no podíamos omitir una referencia a esta especie de sancta sanctorum que tanto significó en la vida de Salvador, y no solo en el aspecto profesional.
Salvador falleció en 1997 y su desaparición fue muy sentida por los buñoleros de cualquier condición. En los actos fúnebres no faltó casi nadie y el ayuntamiento, en reconocimiento a lo que significó Salvador Aparisi González para Buñol, sus fiestas y sus gentes, acordó, en 1998, dedicarle una calle.
Como colofón de su existencia, podemos añadir que Salvador fue una persona absolutamente feliz. Vivió como él quería e hizo felices a muchos, ya que su buen humor era contagioso y su empatía no conocía límites. Siempre dispuesto a echar una mano a cualquiera, sin distinción de capas sociales, porque él trataba a todos por igual. Siempre activo e imaginativo, en primera línea de colaboración con las fiestas populares locales. Pero, sobre todo, Salvador fue un buñolero adoptivo que no solo asimiló nuestra idiosincrasia, sino que la adoptó como propia.
Fuente de imágenes y datos:
– Juan Manuel Aparisi Ortiz
– Archivo Parroquial
Del libro “La Villa de Buñol en el tiempo” (2ª edición – 2022), con permiso de su autor.
Juan Simón Lahuerta
Buñolerómano