Cuando Luis, de «asíesBuñol magazine», me llamó y me dijo: «Manu, queremos hablar de los colaboradores, de cómo se atan las cuerdas y un poco todo ese legado…», no dudé ni un segundo. Aunque soy joven, y no tengo memoria de las primeras Tomatinas, sí he vivido muchas desde dentro. Las he sentido en las manos, en el sudor, en los nervios y en los almuerzos. Este año, además, no es uno cualquiera, ha sido el año en que mi padre ha dicho: «Yo ya me jubilo de esto».
Y con esas palabras tan sencillas, pero tan cargadas de historia, entendí que había llegado el momento de contar lo que muchos hemos vivido, lo que muchos hemos heredado sin que nadie nos lo entregara formalmente. Porque esto no se hereda con discursos… se hereda con el ejemplo. Hay cosas que no se ven. Que no se aplauden. Que no salen en los vídeos virales ni en los titulares internacionales. Cosas que suceden de madrugada, al sol, en los días de más calor, y que hacen posible que La Tomatina ocurra, que sea segura, que sea lo que es. Y esta historia es una de ellas.
Hablar de los colaboradores de La Tomatina es hablar de personas desinteresadas, personas que han estado siempre ahí, sin pedir nada, sin esperar focos ni medallas. Gente de pueblo, con las manos llenas de grasa o de polvo, con la cara roja del calor, pero con la satisfacción de saber que lo hacen por algo más grande: por su gente y por su fiesta.
Mis recuerdos empiezan allá por 2003 o 2004. Yo tendría unos 10 u 11 años. A esa edad, otros niños estaban de vacaciones o en la piscina, pero yo estaba acompañando a mi padre a las reuniones previas de La Tomatina. No entendía todo lo que se decía, pero notaba la seriedad, la preocupación, las ganas de que todo saliera bien. En aquellas reuniones ya se hablaba de seguridad, de cómo proteger a los vecinos, de cómo organizar mejor los camiones. Incluso se debatía si algún día podríamos aforar La Tomatina… algo que entonces parecía impensable. Mi padre era uno de esos pocos que abría paso a los camiones. En esa época, los voluntarios eran contados. Hacía falta valentía. Hacía falta compromiso. Y él lo tenía, aunque no lo dijera.
Recuerdo perfectamente cómo íbamos a «El Candao» a recoger los rollos de cuerda de escalada. Siempre corriendo. Siempre a primera hora. Todo de forma desinteresada. Las cuerdas se ataban el mismo miércoles, al amanecer. Y allí estaban ellos: sudando, sin cámaras, sin público, pero con todo el orgullo del mundo. Con el paso de los años, ese sistema artesanal fue evolucionando. La organización fue mejorando, y con ella, la seguridad. Se dejó atrás el «atar donde se podía» y se pasó a soldar argollas firmes, a usar trinchas de más de 5.000 kilos, a hacer pruebas, a pensar en cada detalle. Pero detrás de todas esas mejoras, siempre estuvo la misma alma: voluntarios anónimos, trabajadores incansables que lo hacían por amor a Buñol. Y en medio de todos ellos, mi padre.
Mecánico de toda la vida. De los que arreglan lo que parece inarreglable. De los que no se rinden. Cada año reguñía. Decía que ya estaba bien, que este era el último, que ya le tocaba descansar… Pero al final, como siempre, era el primero en tenerlo todo preparado. El primero en llegar, en organizar, en sacar las herramientas, en dejarlo perfecto. Porque, aunque no lo dijera, lo llevaba dentro.
Recuerdo cuando empezaron a montarlo todo el martes, para que quedara mejor. Recuerdo los años en «Pucha», con el tío Rentero, antes de que se jubilara. Allí se revisaba todo: alargaderas, grupos de soldar, caretas, agua fresca… Se pedía lo necesario a Taller Ventas, se trabajaba al sol, se sudaba. Y nadie pedía nada a cambio. «Es para el pueblo», decían. Y se quedaban hasta que no quedaba nada por hacer. Así, sin planearlo, nació una colla. Una pequeña familia dentro de la fiesta… Kiko Cambrón, Jovi Garrofera, Sergio Primito, Chimo March, Gabi Chato, Ovidio Carrascosa, el tío Brigidín, y muchos más. Algunos ya no están, otros siguen, y otros nuevos se han ido sumando. Todos con un mismo objetivo: que todo salga bien, que todo sea seguro, que La Tomatina sea lo que merece ser. Yo, que empecé solo acompañando a mi padre, sin entender muy bien, hoy formo parte de esa familia.
Y ahora entiendo por qué en enero ya se empiezan a mandar mensajes diciendo: «Habrá que empezar a preparar las cosas…». O esa frase que parece broma, pero es pura verdad: «Ya tenemos ganas de que sea el martes». Porque el martes, para nosotros, es el verdadero día grande. El día del trabajo en silencio, del compromiso, del equipo. El día en que no hay confeti, pero sí responsabilidad, nervios y orgullo.
También recuerdo las comidas con los camioneros, muchos de ellos con miedo. Sin saber lo que les esperaba. «No os preocupéis», les decían, «vais a tener un capitán en cada camión, solo hacedles caso a ellos». Y después de eso, un suspiro. Una mirada más tranquila. Una sonrisa. Esos detalles, que parecen pequeños, son enormes.
Hoy, gracias a todo ese esfuerzo, tenemos más voluntarios que nunca. Vecinos y vecinas de Buñol que quieren aportar, que quieren ayudar, que sienten que esto también es suyo. Se han creado amistades, familias de voluntariado, almuerzos, anécdotas… Se ha creado un legado que no está escrito en ningún reglamento, pero que todos los que lo hemos vivido llevamos dentro. Por eso, hoy me toca decir algo muy sencillo pero muy necesario: Gracias. Gracias a todos los que han estado. A los que están. Y a los que vendrán. Gracias por las horas que nadie ve, por los viajes con los coches cargados, por las herramientas prestadas, por los almuerzos compartidos, por los madrugones sin recompensa. Gracias por formar parte de algo que no se paga con dinero: el orgullo de hacer bien las cosas, de cuidar al pueblo, de proteger nuestra fiesta. Gracias por no dejar que esto se pierda. Porque en cada cuerda atada, en cada soldadura bien hecha, en cada argolla fijada con cariño, vive una historia. Una historia que habla de entrega, de compromiso, de amistad. Una historia que no tiene nombres, pero sí muchas manos. Y esa historia, ese legado invisible, merece ser contado. Y sobre todo… ¡Merece continuar!
Manu Gómez González
Tomatinero