A veces uno no sabe qué le duele, hasta que recuerda. Y otras veces, lo que recuerda es tan leve, tan sin importancia, que no entiende por qué se le llena el pecho al pensarlo. Como si aquella calle de su barrio, aquel trozo de tierra sin aceras, aquella piedra donde nos sentábamos tras correr hasta caer reventados, tuviera más valor que cualquier monumento del mundo. Jugábamos.Y eso era todo. Pero también era todo lo que necesitábamos.
Nuestra infancia tenía un mapa secreto o quizá ni era mapa, pero sí secreto… En Buñol no teníamos más territorio que la calle. Ni más leyes que las que se acordaban con un «vale, pero tú has perdido, te echo le revancha después». Nos bastaban las piernas, una soga, una piedra, un palo o una perra «juaora» para inventar un mundo.
No exagero: un mundo.
Había días de torico esconder, con gritos, risas y adrenalina de la buena. Días de canicas, donde los agujeros en la tierra eran como pozos de estrategia. Tardes de bicicleta bajando como locos escaleras, levantando rueda, trazando circuitos en la acera y en los aledaños del Río Buñol llenito de tarquín, como si se convirtieran las bicis en motos de trial o motocros.
Y las eternas partidas de perras juaoras y chavos, lanzando monedas con la precisión de quien apuesta algo más que dinero: su dignidad de niño. No había monitores. Ni tiempo de pantalla. Ni «experiencias inmersivas». Éramos nosotros. Los chiquillos del pueblo en las calles o al encuentro de rincones inverosímiles, que tenían cierta magia, ademas de convertirse en lugares de encuentro a distancia de los «mayores».
Y es que quizá no recordamos cuan necesaria era y es la intimidad. Y el juego una excusa para aprender a convivir. Jugar no era perder el tiempo. Hoy la psicología lo explica: jugar es ensayo vital. Es el primer laboratorio del alma. Jugábamos a negociar, a competir, a cooperar, a engañar (y que nos perdonen), a llorar si perdíamos y a saborear la victoria cuando, sobre todo, no nos la esperábamos. Había que inventar las normas, respetarlas, adaptarse, resistir la frustración. Sin saberlo, nos entrenábamos para vivir.
Hoy todo viene dado. Las reglas las impone un algoritmo. Las partidas tienen música de fondo y botón de reinicio. Nosotros teníamos otra cosa: presencia. No existía la distracción constante. Jugábamos con el cuerpo entero. Con el corazón expuesto.
En Pascua, con la mona y las batallas rituales: Y si la infancia tenía su magia, la Pascua era su clímax.Tras pasturar la mona, con la barriga llena de huevo duro, pasta, longaniza de Pacua y anisetes, empezaba la verdadera batalla: la de los juegos de fuerza, de resistencia, de risa salvaje. El «Churro va» era un pacto físico. Una alianza de cuerpos y de confianza. «Yo me doblo, tú te lanzas, tú sostienes, y nadie se cae». Jugábamos a la cuerda, a arrancar al compañero con toda la fuerza del cuerpo… y del alma. Y luego ese otro juego, sin nombre, que no logro recordar –¿arranca sebollas?–. Nos cogíamos fuerte. Hacíamos piña. Otro grupo intentaba deshacernos, arrancarnos, romper lo que habíamos formado. Y había algo hermoso ahí: resistir juntos. Como un todos a una. Como símbolo.Esos juegos no eran sólo entretenimiento. Eran ritos de cohesión. Ensayos para la vida adulta. Pruebas de identidad.
Los Juegos Populares de Buñol fueron una memoria en plural. En 1987, el Ayuntamiento tuvo una idea maravillosa: recuperar los juegos de siempre, darles forma, y convertirlos en parte oficial de nuestras Fiestas. Nacieron así los Juegos Populares Villa de Buñol. Cada año, en el parque de Borrunes o en el barranco de Las Ventas, se celebraban concursos de tiro lidón, tiro con tiraor y otras pruebas. No eran torneos de élite, eran fiestas de la habilidad de andar por casa. Quien sabía tirar una piedra, o apuntar bien con un cañuto, sabía jugar. Se premiaba la puntería, sí. Pero sobre todo, se premiaba la risa, la diversión, la compañía, el estar. Durante más de 30 años se celebraron. Y luego, como tantas cosas valiosas, fueron desapareciendo. No porque no sirvieran. Sino porque, quizá, dejamos de mirar hacia lo sencillo. De lo analógico a lo invisible a solo un par de décadas.
Hoy, un niño en Buñol puede tener más pantallas que amigos con los que ensuciarse. Puede pasar más horas con un youtuber que con su abuela o abuelo. Puede saber programar antes de saber perder. Y no es culpa suya. Es el mundo. Y no estoy completamente seguro si esto será bueno o malo…Pero a veces, uno se pregunta si no habremos perdido demasiado en este salto tecnológico.
Nosotros, jugando en la calle, aprendimos algo que no se enseña en los colegios ni se descarga en apps: aprendimos a estar juntos, a frustrarnos y volver, a mirarnos a la cara, a caernos sin quejarnos y a curarnos solos. La calle, el solar, el parque, la huerta, el árbol… eran nuestras primeras aulas. Y nuestros compañeros de clase, a veces, se convertían en enemigos de juego… y al minuto, en aliados para la siguiente partida.
Hoy se juega menos así. Y se vive… distinto. Quizá haya que transmitir y conservar lo invisible en la memoria y en la emociones. Es posible que ya no recordemos las reglas de todos esos juegos. Es posible que algunos ya no se jueguen nunca más. Pero hay algo que no deberíamos perder: la conciencia de lo que nos dieron. Porque los juegos que tuvimos, nos hicieron. Nos enseñaron cosas que ahora echamos de menos sin saber que vienen de ahí. Tal vez por eso escribo esto. Para que el olvido no se lo lleve todo. Para que alguien, un día, le cuente a su hijo cómo se jugaba a «torico esconder» en la calle de abajo o qué era un canuto, un tirachinas, o simplemente un lidón. Para que, aunque sea un domingo al año, un grupo de vecinos vuelva a decir:
—¿Y si jugamos a «churro va» o saltamos a la cuerda o pintamos un sambori y buscamos una piedra…? Costaría encontrarla, ¿verdad?
Y tú, querido lector, ¿has tenido el sosiego de estar ahí… leyendo estas palabras en papel y oraciones en blanco y negro?, ¿recuerdas a qué jugabas? ¿Qué aprendiste sin saberlo? ¿Con quién te reías cuando el suelo era de tierra y no de datos? ¿Podríamos –aunque sea un poco– recuperar esa parte de nosotros? Porque tal vez, en un mundo saturado de estímulos, el juego más revolucionario sea volver a mirarnos a los ojos… y decir:
–Has perdido.
–Y tú también.
Y reírnos con el niño que todos llevamos dentro. Y quizá todos ganamos…
Alejandro Agustina Cárcel
Aprendiz de todo y maestro cuando aprendo