La hija del Conde

Retrato de suiza chicas de interlaken (Franz Xaver Winterhalter)

A Isabel, en aquella mañana de 1.837 del mes de junio, sobre el faetón que su padre, Conde de la Villa, le había regalado por su vigésimo cumpleaños, entraba en el pueblo de Buñol por el puente del Castillo y hacia la Torre de Homenaje, no le hacía ninguna ilusión este viaje.

Había partido al alba desde Valencia, y en la casa señorial le esperaba su hermano Ignacio. Mientras el carro maniobraba para dar la vuelta, su hermano le saludaba con la mano pero sin sonreír, pues los temas a tratar eran dolorosos, por llamarlos de alguna manera.

–¿Cómo ha ido el viaje, Isabel?

–Bien, bien. Gracias. 

–Has venido antes de lo previsto, pasa adentro y toma un refrigerio.

El «Palacio de los Condes» aún mantenía su parte de grandeza, sus altas torres que lo custodiaban, el puente que lo separaba de la Plaza de Armas y, sobre todo, dónde estaba situado, coronando la Villa como una fortaleza imponente.

Isabel pasó hacia el palacio. Al entrar, percibió el mismo aroma que cuando de niña su madre Isabel, de Alcoy, adornaba las estancias con perfumes venidos de Oriente. ¿Cómo podía ser que perdurasen esos olores? Sería cosa de su imaginación.

Pero pronto acabaron sus recuerdos. Al fondo de la sala se encontraba Xavier Pere, abogado y notario de Buñol, alto y con el cabello largo; melena, pero bien cuidada, y con traje negro. La saludó. 

Ella siempre desconfió de él, aunque eran amigos de niños. Ahora al servicio de Ignacio, su hermano, iban a tratar asuntos de la herencia de sus padres fallecidos. Su padre, Ignacio, conde de Buñol, había muerto en el asedio de las tropas carlistas hacía dos años. 

Su madre, Isabel de Alcoy, recién muerta, todavía con su cuerpo caliente y enterrada en el antiguo «Panteón de los Condes», concretamente en la cripta donde se encontraba su padre también sepultado.

En el palacio, el «Salón de las Ventanas» estaba decorado con cortinas largas y anchas de color granate, pues el escudo de los condes era de este color, y con un león negro en el centro y una corona de la Casa de Lys.

El ambiente asfixiante y sobrecogedor no daba para pensar en litigios y herencias. Isabel, muy sensible, amaba la Villa y lo que la rodeaba, pero no la decoración barroca que imperaba en el palacio, idea de su hermano Ignacio, el cual nunca tuvo buena relación con ella. Conocedor de que sus padres la amaban hasta la locura, los celos siempre habían estado presentes en su relación. 

Alto, de cabellos largos blancos y huesudo en su constitución, Ignacio era hombre de pocos amigos. Isabel, en cambio, era dulce y abierta, estaba muy unida a su madre y ahora lloraba su pérdida.

–Quiero ver a madre –dijo ella.

Como dos lobos rodeando al cordero indefenso, trataban de acosarla moviéndose cada uno por un sitio de la amplia sala de cortinas y telares granates, los cuales se deslizaban debido a una corriente fría proveniente de abajo, de la cripta. Sin apenas luz en el salón, se movían como tres bultos enjaulados.

–Tranquila, tranquila. Ahora la verás, vamos. No creo que a ella le importe –dijo sonriendo.

A Isabel no le gustó el tono de las palabras de Ignacio. Era su madre, aunque sabía que no la quería, sólo su dinero, el de su padre el conde ya lo dilapidó.

La tarde caía lenta y dorada, como las tardes de su infancia en aquel salón donde jugaba con su madre a las damas y al ajedrez hasta que tuvieron que trasladarse a Valencia debido a la guerra civil con los carlistas.

Aún desde lo que quedaba de la ventana gótica, y apartando la vasta cortina, se veían los montes verdecidos y rojizos de su amado pueblo. Pero no se podía poner melancólica ahora, no frente a esos dos lobos que querían que firmase los papeles que ya se había percatado Isabel sobre la mesa de roble.

–Isabel, hay unos documentos… que requieren tu interés.

El aliento del abogado lo sentía tras su cuello, como lobo preparado para el ataque de su presa. Isabel trataba de huir.

–Te he dicho que quiero ver a nuestra madre, ábreme la cripta, quiero despedirme de ella. Y rezar sobre su fría tumba.

–Sí, sí, desde luego, pero Xavier te va a proponer una serie de actuaciones de cara a nuestros futuros bienes y, por ende, al Castillo y su señorío.

–Lee, Javier, lee, te escucho.

Isabel no prestó ni un minuto de atención a aquella parafernalia, pues sabía de antemano que Ignacio se lo quería quedar todo, y ella no estaba dispuesta a luchar. Avaricioso y cruel, se cernían sobre él asuntos sucios e incluso de sangre que corrían por toda la comarca, incluso le apodaban «Ignacio el Cruel». Ella pensaba, mientras se movían las cortinas granates y se apreciaba algún rayo por la ventana gótica, en los felices días hasta su adolescencia.

Los oscuros tapices y grotescas estatuas que Ignacio había puesto en aquel salón antes alegre y lleno de luz mediterránea ahora parecían una antesala al inferno. Las dos gárgolas sobre las ventanas cuadradas miraban amenazantes, pero Isabel se evadía e incluso lloraba mientras trataba de pensar que su madre no habría sido envenenada. No se fiaba de aquellos buitres que estaban ante ella. 

Su decisión estaba tomada, había decidido ingresar en una orden religiosa, en el Convento de las Clarisas en Burgos, lejos de su hermano, ya no le importaba nada. Solo una cosa le hacía sentir desasosiego en su alma cristiana y pura como el cielo de junio, no haber descendencia de los condes y de su apellido familiar. ¿Qué sería de estas tierras nobles y la fortaleza, de sus gentes gobernadas por un tirano? No quería pensar más, sólo quería irse de allí cuanto antes.

–¿Donde hay que firmar?

En ese instante, en ese segundo que acabó la frase, se escuchó un crujido de piedra en los cimientos del palacio, en la cripta. Entre las cuadradas ventanas coloreadas de color granate, también, se abría paso un rayo de luz rojizo que inundó la sala. Al poco, otro golpe seco. Se hizo el silencio, y ellos se miraron asustados. Isabel sabía que algo iba a pasar y su ser se alegró porque algo le avisó entre los telares de las amplias ventanas. Al moverse un telar y un negro tapiz, pudo ver lejana una estatuilla de la Virgen, como olvidada, y eso le alegró. Supo que, aunque muriese ese día, iría al Paraíso.

–Demos prisa al asunto, firma, Isabel, aquí –dijo Javier muy nervioso.

Isabel firmó varios legajos sobre la mesa de roble que su padre utilizaba para los asuntos del Castillo con su viejo administrador.

Ella creía en el amor y en el fondo perdonaba a su hermano y no le tenía rencor. Su temperamento y su fluidez mental habían cambiado con los años producto de unos celos y unas malas compañías. Su carácter huraño y a la vez libertino, voraz de oro y placer, había sucumbido a los brazos del maligno. Ella le observaba ahora nervioso, ante los huecos sonidos que provenían desde abajo.

Anochecía y la sala era un lugar ya oscuro y con velas tenues que alumbraban la poca distancia entre nosotros. Javier dijo:

–Bueno, ya está. Ahora nos despedimos, Isabel si quiere bajar que baje, nosotros nos vamos.

–Tranquilo, ahora la acompañamos –su satisfacción era grande mientras guardaba los documentos en un cajón de la mesa–. Bajemos, Isabel, y despidámonos de madre.

De nuevo, un fuerte golpe rompió aquella grotesca escena y los dos se quedaron pálidos. Isabel, en cambio, sin temor alguno, bajó por las escaleras de caracol hacia la cripta.

Ignacio y Javier se quedaron en la sala como esperando, se imaginaban lo peor. Javier cogió del brazo a Ignacio.

–Vámonos, rápido, esto no pinta bien.

Mas no hizo falta huir.

–Ignacio, mamá quiere verte –gritó Isabel.

Al otro lado de la puerta, alta, amortajada, Isabel de Alcoy, sus ropas blancas y el escudo de los condes manchado de sangre, trataba de hablar a su hijo. Sólo salían sonidos guturales, que aterrorizaron más a Ignacio, el cual, entrado en pánico, se quedó paralizado…

–Perdóname madre, yo no quería… 

Isabel de Alcoy se acercó tambaleándose y cayó sobre Ignacio, y en su agonía de muerte, arrastró a su hijo .

–Yo no quería… enterrarte viva… madre, madre…

Abrazados en el suelo, muertos. Isabel se arrodilló y rezó.

Hace ahora, queridos lectores, un año desde que vio la luz «La Ciudad del Viento», un libro que nació de estas mismas páginas, con el alma puesta en cada historia. Gracias por la acogida, por hacerlo vuestro, por seguir leyendo y creyendo. Porque Buñol es misterio… la Ciudad del Viento.

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol es misterio. La ciudad del viento.

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