La Sierra de las Cabrillas, lugar de bandoleros

Entre 1791 y 1793 el abad e insigne botánico valenciano Antonio José de Cavanilles recorrió las tierras valencianas comisionado por el rey Carlos IV; fruto de su trabajo fueron las famosas «Observaciones sobre la historia natural, geografía, agricultura, poblaciones y frutos del Reyno de Valencia», publicado por la Imprenta Real en dos tomos y en Madrid, 1795 y 1797. De ellas vamos a desgranar los datos referentes a orden público, bandoleros y forajidos tomados de primerísima mano.

Al hablar de Tous y Dos Aguas (Valencia) establece: «…pero por desgracia hay otros que acompañados con foragidos de diversas partes, se esconden y refugian en aquellas breñas, salen á robar, y perturban la tranquilidad. Ni escarmientan en tantos exemplos como la justicia les presenta, ni temen las partidas de Miñones y Soldados que los persiguen. Quando en 1.793 recorría el Condado de Buñol y los términos de la comarca, iba una tropa de aquellos infelices atacando, maltratando y robando los pasageros. Supe entonces por los informes que me dieron, quan expuesto y aun imprudente era el internarse en los montes. Deseaba ver las arbolejas de Bogét para examinar el proyectado canal de riego; quería recorrer la muela de Oro y los barrancos hasta las faldas septentrionales del Caballón, pero me fue preciso diferir la expedición para otro tiempo…» 

De la Sierra de las Cabrillas dice: 

«Hállense los mayores y los mas fragosos en el término de Sieteaguas, los quales unidos á los de Chiva forman las Cabrillas, sitio peligroso por los malhechores que abriga.» 

Sobre los términos de Chiva y Buñol:

«Lo quebrado y desierto de aquel recinto, y el estar muy cerca del camino Real, favorece la mala inclinación de algunos foragidos que asaltan y roban á los pasageros. Son sumamente peligrosas las seis leguas que hay desde la venta de Chiva hasta salir del reyno. Escogen los salteadores algún punto elevado, desde donde sin ser vistos descubren a los que viajan y seguros del momento en que estos deben pasar por desfiladeros, barrancos ó gargantas, salen y cometen impunemente sus maldades. Se perpetúan estos insultos á la humanidad y á la justicia, porque los Ayuntamientos de los pueblos vecinos ó los miran con indiferencia, ó no tienen bastantes facultades para 6 reprimirlos. No quiero yo decir que los ladrones sean del Condado ni de Chiva, poblaciones contiguas al teatro del horror; sé que allí se refugian malhechores del reyno y de otras partes; pero el mal exemplo renovado tantas veces en sus tierras puede contagiarlos, y suministrar á los inocentes que padecen, ideas poco favorables á los vecinos del Condado

Según la información de Jorge Antonio Catalá y Sergio Urzainqui, en su libro «El Bandolerismo morisco valenciano (1563-1609)», la Hoya de Buñol y más la población de Yátova era una de las cunas principales del bandolerismo valenciano. Yátova con 31 bandoleros, Chiva 26, Turís 16, Buñol 11. De este libro extraemos:

 

Una historia real de bandoleros.

«En tota la terra no hi havia home que tants diners tingués como Ruvio de Paterna»; eso les dijo a Pere Beteyri y otros fuera de la ley un sirviente de Cosme de Abenamir llamado Sicri, morisco de Buñol, y a su reclamo acudieron, a finales de la primavera de 1585, una pléyade de bandoleros famosos de distintas partes del reino: dos de los asesinos del vizconde de Chelva, Joan Peón y Homaymat Juba, alias Musa; Pere Francinet y el mayor de los hermanos Serranet de Turís; Dornoquet y Blanquet de la Valldigna; Açen Silim, su hermano y su hijo, de Bétera los tres; el díscolo Carlos de Abenamir, que tan enojoso resultaba para la reputación y tranquilidad de su familia; y varios salteadores de la misma baronía de Buñol (cuya jurisdicción criminal se hallaba por entonces bajo secuestro regio a causa de la negligencia de su dueño, Baltasar de Mercader, en la persecución de la delincuencia). Meduaret, Tagarinet y el propio Beteyri, quien, condenado a morir y ser desmembrado, se ofreció en mayo de 1586 a confesar ante el oidor Jeroni Navarro cuanto sabía sobre el asalto y muerte de Baltasar Rubio, rico negociante y dueño de dos molinos en Paterna: uno arrocero y otro de batán de paños, si se le perdonaba la vida.

Convocados por Sicri, unos días antes de la festividad del Corpus se juntaron todos en un barranco de Buñol y a última hora se les sumaron dos forajidos de Chiva, el temido Miquel Solaya y Miquel Abiaix (en la que tal vez una de sus primeras acciones criminales). De allí marcharon a la Pobla de Vallbona, en una cueva de cuyo término permanecieron ocultos hasta el Corpus, el 20 de junio. La elección de una fecha tan notoria estaba motivada: a los bandoleros les pareció que el traslado a la capital de muchos vecinos de Paterna y otros pueblos próximos para asistir a la celebración se avenía perfectamente a sus planes, ya que sus movimientos pasarían más desapercibidos. Quizá supieran también que Rubio no era muy amigo del bullicio, dado que lo encontraron distraído paseando con su esposa a las seis de la tarde cerca de su molino de batán. En cuanto los vieron, los Silim y Meduaret se abalanzaron sobre Rubio y lo ataron, y a rastras lo condujeron hasta el edificio, de donde huyeron despavoridos un criado y un esclavo negro. Mientras Solaya y Francinet, que tapaban sus rostros con velos, vigilaban a la mujer, los demás comenzaron a registrar en vano las estancias en busca del dinero y las joyas del propietario. Como Rubio insistía en que lo guardaba todo en su casa de Valencia, el hijo de Silim, Joan, perdió la paciencia y le clavó un puñal en el cuello. Según Beteyri, varios de ellos le gritaron entonces que no lo matase ´»perquè es llevantaria la terra contra ells», pero no habían acabado de decirlo cuando Dornoquet le descerrajó un tiro de arcabuz al mercader, del que murió en el acto. A continuación, le quitó las pulseras de oro a su mujer y un caótico delirio se apoderó de todos, que empezaron a extraer la ropa de los cajones y a lanzarla por las ventanas al exterior del inmueble, donde algunos hacían montones para repartirla. 

La versión de los hechos que ofrece Magdalena Mutarri, viuda de Rubio, de denuncia no concuerda por completo con la confesión de Beteyri. Afirma que caminaban divertidos por las inmediaciones del molino cuando ocho o nueve moriscos fuertemente armados con escopetas, ballestas y espadas les salieron al paso, y que uno de ellos casi descalabró a su marido de un culatazo. Creía recordar, sin embargo, que cuando entraron al batán eran ya más de veinte, casi treinta, los salteadores, y que para arrancarle a su esposo el escondrijo del dinero y las joyas –que sí sustrajeron y de cuyo monto hizo memoria separada la denunciante para el juez Diego de Covarrubias–, lo golpearon con sus armas y le rajaron un muslo. Uno de ellos se percató entonces de que ella lucía pulseras de oro y con su alfanje hizo ademán de contarle las manos para sacárselas, lo que otros, por suerte, impidieron. Dos son los aspectos fundamentales de su relato que difiere del de Beteyri. En primer lugar, se muestra convencida de que el propósito último de los asaltantes era la muerte de su marido; que, por tanto, no fue inopinada, como parece sugerir el bandido, sino premeditada. Y en segundo lugar, que, no obstante la imagen de anarquía final que Beteyri bosqueja para el juez Navarro, los asesinos –al menos algunos de ellos–, sabían muy bien lo que buscaban, pues dejaron en los cajones algunas ropas valiosas y en cambio se llevaron unos pantalones de trabajo que su marido usaba cada jornada, en cuyos bolsillos guardaba un libro con albaranes y notas de cobros pendientes. Ambas circunstancias venían a abonar, a su entender, su sospecha de que el ataque había sido planeado al detalle por Miquel Melo, morisco de Bétera, hombre de «molt mala fama» e hijo de Francesc Melo, «arrendador que és de la vila de Paterna, per tenir presumpsió de voler contrapuntar ab lo dit Rubio», que, para ello, se puso en contacto con distintos malhechores, entre otros su amigo y convecino Açen Silim y el granadino Lorenzo Fernández, alias lo Turquet (en poder de cuya amante encontrarían luego los alguaciles algunas piezas del robo).

Como una muñeca rusa que en su interior contuviese otras más pequeñas, las averiguaciones realizadas para desentrañar la identidad de los bandoleros mezclados en la muerte de Rubio fueron destapando, uno tras otro, diversos crímenes cometidos por los responsables, supuestos o reales, del asalto. 

Se he dicho ya en un capítulo anterior que, a raíz de la recompensa que la viuda del negociante ofreció por la cabeza de cualquiera de sus asesinos, Ferrando Bona y Micleta de Benisanó cazaron al bandido Granadí, que iba, presumiendo de haber matado a Rubio. Del mismo modo, a causa de cierto rumor mal intencionado que implicaba en el asunto a Jeroni Alafa, colector de rentas y derechos dominicales de Benaguasil, socio de los Melo y miembro de otra rica familia morisca de Bétera, rumor al que Magdalena Mutarri quiso dar crédito –no en balde añadió el nombre de Alafa a la denuncia en febrero de 1586–, se descubrió que, en realidad, era su primo y concuñado Lope Alafa quien solía ir en compañía de forajidos. De hecho, fue este quien, llevado por la aversión que sentía por su pariente, propaló la especie. A tal punto llegaba su mortal enemiga, que incluso había contratado a la cuadrilla de Zarca de Yátova para que lo liquidaran (lo cual, por cierto, constituye una nueva prueba de la diversidad de factores a que respondían las acciones de las bandas moriscas).

Conocemos este extremo gracias a la declaración de Joan Jeroni Alberola, labrador de Burjassot, detenido después de que en su alquería fueran abatidos a tiros el 5 de octubre de 1585, el citado Zarca (o Çarqueta) y otro de su gavilla, Pardet de Marines, y apresados los miembros restantes: Jocay de Otonel, Musa de Yátova y Vermellet de Buñol.

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