Nunca sabremos si esto ocurrió como lo voy a contar, quizás piensen que se trata de un cuento o de una narración antigua que ha pasado de generación en generación. Nada más interesante que un abuelo o incluso un padre te cuente algo del pasado, y más si se trata de una historia de tu pueblo natal, de Buñol. Como decía el escritor árabe Nelio Ormuz, «nuestros antepasados somos nosotros mismos en un viaje sin retorno, con una única posibilidad de estirar el lazo y saltar a la vida».
Bajo una parra cardinal y bajo sus vástagos en formas serpenteantes y labruscas, bajo el cielo azul del mediodía, una mañana de abril, mi abuelo relataba estos hechos a un niño ávido de historias y literatura, de versos de Garcilaso y poemas de Bécquer, de una lejana Soria que algún día quería visitar para deslizar su joven mano por los bancos y chopos donde Antonio Machado paseó en tardes de melancolía y otoños muertos, ávido de arquitecturas románicas y viejos monasterios abandonados en noches de luna y terror, de ángeles que se deslizan sin cesar por viejos caminos de chopos y confunden con otros seres luminarios y extraños…
La vieja parra, la casa de monte encalada, el barral de vino y la gaseosa fresca, los pájaros verdi-colores que nos aletean de alegría, el olor a comida salir de la puerta de la casa, el olmo que cimbrea con el viento del monte mediterráneo, tomillo y romero, aliagas y oropéndolas en la mañana de abril, a lo lejos el mar, una línea que se divisa en el horizonte nos espera.
«En las Cabrillas les dimos bastante, aunque los libros de historia digan que huimos la mitad por Carcalín hacia Yátova, eso es mentira…», relataba mi abuelo, que a su vez le había contado su abuelo, «se vieron sorprendidos por más de cien héroes, armados con lo que tenían a mano y un regimiento de Líria que les esperaban donde te he dicho, en el Puerto de las Cabrillas. Sí que es verdad que ellos, al verse rodeados en una emboscada, perdieron muchos hombres, más de cincuenta en una tacada, pero tuvieron la desgracia de que la caballería de La Grande Armée iba con ellos, pues se dirigían a la conquista de Valencia y, además, se unieron más tropas gabachas desde Almansa. Aquello no se podía parar con cien personas, muchos, ante una caballería frenética y cabreada que galopaba por monte y no monte, matando a sable y bayoneta a los pobres soldados de Líria y Chiva, pero ahí viene la historia, querido nieto…» Y se levantó de la silla para ir a por un cigarro que él mismo se hizo. La mañana era una fragancia de colores y luz, un trocito de cielo aquí en el monte Alto, no podía ser más feliz.
Mi abuelo continuó emocionado: «lo que no saben los que cuentan las historias de la Historia, es que los que se fueron zumbando de aquella matanza tenían un plan, sí, una estrategia. Parte del batallón de Moncey fue tras los que huían. Estos, que conocían muy bien el terreno, corrían como gacelas, pero los caballos gabachos aun más. Cuando llegaron a Carcalín, los de Yátova y Chiva subieron como cabras montesas hacia el Alto Jorge, pues todo era monte y sendas y los gabachos iban matando a los rezagados, mientras lamentablemente Moncey entraba en Buñol haciendo de las suyas, robando y matando por doquier, fusilando y saqueando.
Cuando los de Buñol vieron la humareda que salía desde la calle el Río hasta el Castillo se echaron las manos a la cabeza y ejecutaron su plan, aun llorando por las víctimas del pueblo. Como sabes, el terreno en que entraron los gabachos era muy intrincado y montañoso, cosa que ellos descuidaron. Los cien jinetes y unos cincuenta de tropa regular avanzaban a la altura del Monte Jorge, por abajo, por Carcalín, cerca del Charco Negro, iban en línea recta y no se separaron, craso error. Un mar de piedras cayó sobre ellos desde donde ahora están los túneles, y los que huían, caballos incluidos, caían por el barranco al río, a los peñones, vamos, chillando como cerdos. Después, los de Buñol y algunos de Líria bajaron como jabalíes en celo, como locos, matando a diestro y siniestro, caballos y hombres. La mayoría fueron a parar al barranco, así que esa parte del ejército de Moncey, que se olvidase el general de ellos. Se dice que los que sobrevivieron cogieron los caballos y, veloces como flechas, fueron a hacer mal al general gabacho, pero no se sabe cómo quedó la cosa, me imagino que mal…» Al decir esto, el abuelo se puso triste, pues dicho Moncey hizo estragos en el pueblo como represalia a lo de las Cabrillas.
«Así pues, esta parte de lo que ocurrió en Carcalín contra los gabachos no lo cuenta la Historia, querido nieto. Cuando yo era crío íbamos allí a buscar bolas pequeñas y machetes o bayonetas para jugar con ellas, a lo chiquillo, ya ves, pero lo más curioso de esta narración es que no acabó allí todo. Es verdad que de los cien o ciento cincuenta valientes que lucharon contra La Grande Armée solo quedaron veinte o treinta que morirían, me imagino, en Buñol, o serían capturados, de eso no se sabe, pero sí que se sabe que Moncey perdió a todos sus hombres menos a un capitán que, herido, fue hasta el Castillo donde se alojaba el ejército gabacho y contó lo sucedido, cosa que enfureció al general de una manera que no te puedes imaginar. Después de ahorcar a este capitán suyo por inútil fue esa misma noche al lugar de los hechos, a Carcalín, y se fue con una patrulla de unos veinte hombres, pues no se creía que un puñado de pueblerinos hubiese acabado con parte de su ejército destinado al Levante. Cuando llegó allí ya anochecido, noche clara de junio temprano, pudo ver la masacre. Aquello le enfureció y decidió que volvería al pueblo y lo arrasaría más aún, dinamitando el Castillo y quemando todo lo que pudiese y más». Mi abuelo quedó triste mirando la línea azul del horizonte como si fuese la última vez que lo iba a ver. El viejo olmo cimbreaba sin parar, al viento del Norte, al viento frío de abril ahora.
«Hijo, continúo. Los franceses hicieron mucho daño al país y nadie hizo nada después, solo gente como estos paisanos en toda Iberia les hicieron frente valientemente. Al Moncey este se le acabó el tiempo. Cuando iba galopando vuelta a Buñol, unas enormes piedras le bloquearon el paso. Él gritó, en francés, claro, ‘¡estas piedras no estaban aquí antes!’, pero solo hubo silencio, un silencio atroz, de muerte. Su escolta, su tropa y él, parados allí en medio de la noche, sin saber lo que hacer, imagina. Entonces dio orden de que dos de sus jinetes dieran la vuelta y buscasen un camino alternativo, pero ya no volvieron. Pasó una hora e intentaron mover las rocas. Entonces unos alaridos brotaron de las rocas calizas del alto Jorge hasta Carcalín, eran gritos de mujer, ¿como cuando en un entierro las mujeres gritan?, pues igual, y empezaron a verse en lo alto de las rocas y desde debajo de la Jarrica como espectros que subían y los otros que bajaban hacia Moncey y sus gabachos, y el terror se apoderó del asesino Moncey y sus soldados…».
–Pero, abuelo, ¿pudieron huir? –pregunté yo. «Jamás se supo nada de ellos y se quedó el ejército gabacho que iba a Valencia desmembrado y fastidiado sin conseguir sus objetivo. Al contrario, y así finaliza esta historia, sin la conquista total de Valencia».
Lo que no sabe mi abuelo es que esa misma noche fui a Carcalín, escapándome de la casa de monte, y bajé caminando. El viento de abril soplaba con fuerza, llegué hasta los túneles y desde allí, escondido tras una gran roca, pude ver los espectros blanquecinos de los gabachos aullar hacia donde yo estaba, sus sonidos y alaridos retumbaban en el eco del túnel. Sin miedo alguno, y con la vieja bayoneta del abuelo de mi abuelo, les grité: –¡Nunca debisteis venir a esta ciudad, franceses, a esta Ciudad del Viento!
La ladera de Carcalín y el barranco se iban llenando de luces plateadas, de figuras de muertos. El viento arrastraba sus imágenes en las paredes del Alto Jorge, creando una luz fatua y espectral, sin descanso. La verdad, es que nunca desaparece la historia, siempre hay algo para recordarla, nunca olvidarla.
Rafael Ferrús Iranzo
Buñol es misterio. La ciudad del viento.