Cuentos y leyendas de Buñol. Una luz en la lejanía.

Parece mentira cómo suceden las historias en nuestras pobres vidas. Quién iba a decir que mi curiosidad trajese tan fatales consecuencias. Todo comenzó al salir una tarde de noviembre de misa. Hacía frío y el viento soplaba  enfurecido, ya había oscurecido y al bajar hacia la parte del pueblo y sorteando viejas callejuelas fui a parar al Castillo. A menudo hacía este recorrido, pero nunca me había llamado tanto la atención una luz. Sí, una luz en la lejanía. Apoyado en el puente que acaba en la Torre, se dejaba ver una tenue luz que aparecía y desaparecía en los lejanos pinares de aquella montaña que llamaban La Cruz.

Empezó a llover y apreté el paso hacia mi casa. Estuve inquieto toda la noche pensando en aquella luz, en su color dorado y desconocido, sin saber a que vivienda pertenecía, pues se movía entre altos pinos sobre la cumbre de la mencionada montaña.

Al día siguiente, al bajar una vez más hacia el casco antiguo, la ví de nuevo, pero esta vez en la oscuridad se perdía y aparecía, y también su color, el cual era como verdoso. En esta noche fría de noviembre pero con cielo despejado se apreciaba una casa entre grandes pinos. Qué atracción misteriosa me hizo pensar en ir a aquel lugar, qué extraño lazo me uniría con tan siniestro pensamiento. Era como un constante mensaje, como unas palabras venidas de lejos, ven, ven, ven… Sentí unas fragancias como de cera o incienso, pero no hice caso y fui.

Y eso fue lo que hice, ir.  subí la cremallera de la vieja cazadora, y me dirigí sin pensarlo más de una vez hacia el pueblo y desde allí, atravesando la calle de la Iglesia, fui a parar al rio, donde me esperaban viejos olmos y extraños sonidos que nunca comprendí, alguna voz que salía de las aguas del río, el canto de un pájaro en la noche, presagiaban ellos, estos sonidos huecos, algún aviso… eso nunca lo sabré. Soy de ideas fijas y aquella luz, ahora verde, como las sirenas a los barcos griegos, me atraía. Entre zarzales y un camino descuidado repleto de maleza subí el monte La Cruz. 

Ahora el viento me hablaba otra vez, pero sólo a mi paso hacia la cumbre, donde se encontraba aquella luz y aquella casa, ese viento que hacía mover sólo determinados trozos de sitios que iba a pisar. Era muy extraño, pero no sentí miedo alguno. La oscuridad era media, pues la luna emitía una luminosidad blanca y ósea por toda la montaña. A lo lejos, tras de mí, las imagenes del pueblo. Solo, en ese trayecto que duraría veinte minutos, hasta que pude contemplar el farolillo delante de mí a unos cien metros, y al apoyarme en una roca, jadeando, por subir casi corriendo la ladera de la montaña, pude ver como una figura humana que brillaba en la oscuridad no muy lejos de la casa y el farolillo verde, en medio del camino. Será una pareidolia, pensé, y avancé hacia la casa por una senda de tierra, pero no era una pareidolia, más bien un ser que, como transparente y con volumen, ya hacía presagiar el infierno que allí me esperaba.

–Sígueme –dijo.

Abrió la puerta de la vieja mansión y despareció entre los pinos como una ráfaga de viento en un incendio de verano.

Entré. La puerta de madera no hizo ruido alguno, sabía que alguien me esperaba. Un misterio que iba a influir en mi vida. Abrí otra puerta que daba a un salón enorme con ventanales cubiertos de largas cortinas. La chimenea, situada en el centro, dominaba toda la sala. El fuego de la vieja chimenea y la luz que emitía, dorada y roja, era la única visibilidad que allí había.

En un viejo sillón con adornos blindados y dos pájaros de bronce estaba sentado aquel viejo con ancho sombrero negro. Sólo le veía el sombrero  de anchas alas, que sobresalía del sillòn. Su voz ronca ascendía como un pequeño aviso de terremoto:

–Ya me has encontrado y podrás descifrar el misterio de este personaje. Por fin verás algo que quizás no te guste, pero eres así de curioso y lo vas a pagar. 

En ese instante, un golpe de viento abrió el ventanal y las cortinas volaban a su antojo por la sala. Por allí entró de nuevo aquel ser transparente y ocre, que se acercaba. Su olor a cera quemada me daba náuseas.  No dejaba de observarme.

–Yo soy el Hombre de Cera, aquel que se quemó en la vieja central, y mi eternidad es vivir en el fuego y la cera. Tú te atreviste a escribir una vez sobre mí, rebuscar mi vida entre escombros y eso no lo había hecho nadie. Yo he visto muchas cosas que te helarían la sangre.

El ser transparente, a su vez, me tocaba con sus cerosas manos. Sin miedo alguno les dije:

–Os voy a quemar a los dos de una vez. Habéis destruido demasiadas cosas en la ciudad, en este pueblo, desapariciones y desgracias entre estos montes y ríos, pero se va a acabar.

Traté de agarrar un tronco de la chimenea y prender todo el salón. El ser transparente me destrozó el brazo antes de intentarlo.

Una carcajada sin fin se apoderó de todo el salón, mientras de la ventana abierta iban entrando otros seres de cera, como muertos vivientes, pues eso eran. Desde niños vestidos con trajes de otra época hasta hombres sin apenas ropa. Todos ellos se quedaron mirándome esperando órdenes del otro ser. Algunos intentaban hablar, decirme algo. Pero me era difícil mirarlos, sus rostros estaban blancos, como una vela derretida.

–¿Te refieres a estos?

Ya el salón de grandes dimensiones era una planta del infierno, me dije. Una parte de ese averno que tanto tememos.

–Sólo quiero venganza y generación tras generación lo pagaréis. La desaparición y muerte de mi hijo se encuentra en este salón. Hay culpables.

–Ahora lo entiendo todo. La luz en la lejanía no fue casualidad, ¿verdad? Tú lo preparaste todo y fuiste cambiando incluso las bombillas del farol, unas verdes otras doradas, según los días de la semana, ¿no es cierto?

–Así es –dijo él–. Quería cazarte a ti y  a aquellos que provocaron la ruina de mi alma. Los que dijeron que fue suicidio están aquí conmigo, ¿los ves?

Se adelantaron tres hombres, tres zombis de cera, que balbuceaban algo.

–Entonces, ese ser ocre, de cera transparente, es tu hijo, ¿verdad?

–Sí. 

El ser marrón y transparente se me acercó de nuevo y me susurró algo que no entendí.

–Quería conocer a ese que se atrevió a escribir sobre mí, sobre mi desgracia. Y caíste en mi trampa. Ahora todos los que rompisteis mi vida estáis aquí, y todos me acompañaréis a los sótanos más bajos del inframundo. Sólo faltabas tú. 

Su hijo parecía alegrarse en aquel rostro sin ojos. Al instante se subía por la chimenea hacia el techo y allí se quedaba observando. Todos se adelantaron hacia mí, el hijo se lanzó desde la pared mientras yo retrocedía. El viento ululaba tras las cortinas rojas de los ventanales, se movían como velas de una nave en la tormenta del océano.

El misterio del Hombre de Cera era cierto, ahora lo tenía a unos metros, de negro. Con su peculiar sombrero ancho y su rostro blanco cerúleo me hablaba de acabar su venganza de más de un siglo en marcha, con muchas víctimas tras ella.

–Ya que te falta poco para ser uno de los nuestros, te diré que, como escribiste, sí fue suicidio. Los cables estaban sueltos, cortados, el cobre hizo lo demás y yo me quemé como una antorcha humana, con la electricidad por todo mi cuerpo. Así podría vengarme de la desaparación de mi hijo y pude encontrarlo, y a sus asesinos. Todo fue un plan que valió la pena. Sí. Acusaron a otros de mi muerte, ¡y qué!, no tuve miedo nunca y ahora soy fuerte. Soy el Hombre de Cera y tú mi siervo, como estos y todas las almas de ahí afuera. Sólo quería saber donde estaba mi hijo,  mi único hijo, y lo encontré. Tuve que recorren muchos sótanos pero alguien me ayudó y pude abrázarlo de nuevo. 

Desvié la mirada hacia aquel joven cerúleo de color ocre y transparente como una medusa, sus ojos vacíos despedían mucha maldad.

Se escuchaban lamentos, un siseo y murmullo en el jardín de la mansión, como si mucha gente estuviese esperando para entrar. El olor a cera quemada era insoportable.

Ahora, sin escapatoria, rodeado de seres inmundos, no tengo salida. Me acerco al ventanal grande y luminoso y entre fuertes ruidos me despido de la ciudad, las luces doradas y de pequeñas nubes sobre las Torres.

Caí en su trampa y me atreví a escribir sobre su muerte, y él se ha vengado igual que les ha pasado a estos cientos de seres que van entrando a la casa. Pronto iremos bajando de uno en uno a sótanos y plantas, a salas nunca vistas, coronadas de velas y fuerte olor a cera.

La desaparición misteriosa de su único hijo le volvió loco y decidió buscarle en estos mundos. 

Como dijo el poeta: «Hay otros mundos, pero están en este»… 

Y yo quise demostrarlo.

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol histórico

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