Día de Todos Los Santos. También para él es su Santo.

La tarde caía como un obús en el ocaso mediterráneo. En la ciudad del Turia, entre murallas y una señera ondeando al este, los estorninos luchaban entre los viejos olmos del paseo. La soledad invadía la ciudad como un jinete del Apocalipsis, quemando a su paso las almas de padres y niños, de tierra y sol, de cielo azul y cuadros de Sorolla, en aquella tarde de últimos de octubre de 2021.

Sonó el teléfono en la soleada habitación. Sonó la vida alejarse y tener que coger el bus hacia el final. Se llenó la sala de recuerdos y sollozos de nostalgia. Era mi antiguo maestro.

–Sí, dígame, Don Santiago –al otro lado un eco de túnel vacío, un vaso que se rompe.

–Hola, ¿cómo estás, amado alumno? –silencio–. Fue un error irte a vivir a la ciudad del Turia, tú eres hijo de los paseos vacíos y rodeados de chopos, de vencejos y murta, de crepúsculos violetas y montes agrestes, de arcos árabes y espadas encerradas entre arcos ojivales… Te llamo para pedirte un favor.

–Dígame, Don Santiago –el vaso cayó y se rompió al otro lado del auricular–. Estoy en el Hospital, me quedan apenas unas horas de vida, creen que no he oído cómo se lo decía el médico. Bueno, vayamos al asunto. Tuve un alumno al que quise mucho, iba a tu curso, de esto hace casi cuarenta años.

Se escuchaba un ambulancia lejana, una llamada, un tic tac silbante, unos pasos lejanos, un quejido, una tos..

–Este alumno se llamaba Louis, ¿te acuerdas? Era francés. Era delgado y alto, muy listo. Quería estudiar filología francesa e inglesa para ser poeta –unos sollozos se percibían al otro lado del aparato.

–Tranquilo, Don Santiago, cálmese. Sí lo recuerdo, falleció ese mismo año, pero no recuerdo de qué. Fue todo el colegio a la iglesia y al cementerio para su despedida, recuerdo que era víspera de Todos los Santos, como hoy…

Después de unos minutos largos, Don Santiago volvió a hablar.

–Sí, por eso te llamo, era 31 de octubre, como hoy, tienes que darte prisa. Son las cuatro de la tarde y todo cae en lamentos de poetas. Tienes que salir de la ciudad a toda prisa e ir al cementerio de la Villa donde Louis está enterrado y hacer una foto a su lápida y enviármela por Whatsapp, es muy preciso –de nuevo sollozaba tras el teléfono–, tienes mi número, ya te explicaré cuando la reciba. Si me aprecias, hazlo. Me queda poca vida y pronto pasaré al otro lado.

-Descuide, Don Santiago, voy raudo. Debo apresurarme, pues se hace de noche pronto y cerrarán, y aunque estoy a treinta minutos…

–Gracias, querido y amado alumno, siempre te quise mucho.

–Yo también, Don Santiago.

La tarde caía en batalla de pájaros y hombres, de coches muertos y zombis en las carreteras del olvido. Las lágrimas me lavaban la mejilla mientras la A3 se deshacía entre fórmulas de espacio-tiempo. A lo lejos, los cipreses me esperaban. El cielo violeta de mi infancia también. Los años perdidos de la juventud, de la EGB, camuflada en tardes de invierno y veranos de charcos y flores perfumadas de nostalgia, también.

Entré. Eran las cinco menos cuarto, todavía gente entre las tumbas y lápidas, visitando a su seres queridos. El viento arrastraba un cielo gris y amenazante. Llovizna y las personas que se iban ya.

–¿Dónde está el encargado del cementerio? –pregunté.

–Allí.

–Hola, buenas tardes, ¿me podría indicar donde se encuentra la lápida de Louis, Louis Sanclaire?

–Hola, ¿Louis qué?

–Falleció en 1975. Era muy joven cuando murió, francés.

–Venga conmigo. 

El cielo acero gemía por las almas de todos. Un tañer de campanas se escuchó a lo lejos. Me recordó Soria y San Saturio, el Duero triste por la muerte de Leonor.

–Es aquí, no es una lápida, es un panteón familiar, vea.

La lluvia ya caía con fuerza, los coches se iban, la gente en ellos, sólo el enterrador y yo.

–¿Tiene la llave?

Me asomé, unas escaleras y la penumbra de la muerte.

–Espere, voy a ver.

El viento del norte, frío y lorquiano, amenazaba con un ciclón preocupante. La lluvia también, una borrasca.

–Tome, yo me marcho –y la lanzó desde la puerta. La puerta de entrada se cerró tras él.

–¡Eh, oiga, espere!, ¿cómo salgo?… ¡Eh!

Anochecía y Don Santiago se moría. Cogí la llave, encendí la linterna del móvil y abrí el candado. Bajando las escaleras del panteón hacia la tumba de Louis, anochecía, y Don Santiago…

Allí estaba. Louis Sanclaire, amigo de la infancia, te fuiste muy pronto. La opresión del lugar y el viento aullando afuera, la soledad incalculable de los muertos, sólo un nombre grabado en el mármol gris, unas fechas y la foto, que apenas se distinguía, aunque me resultaba familiar.

Me apresuré a hacerla. El fogonazo del flash me deslumbró, el sonido gutural de la noche también, revisé la foto. Tenía que enviársela a mi profesor querido rápidamente, no importaba para qué la quisiera, sólo su amistad y afecto importaban, lo demás era silencio y piedras. 

Subiendo las escaleras del viejo panteón revisé la foto a enviar. Mi corazón dejó de latir, mis sienes latían descontroladamente, mi mundo se vino abajo. El frío y el viento entraron por mi boca y me segaron como a una flor en el prado, mis ojos se tornaron blancos y mi piel se erizó.

Busqué el contacto y, en la tarde de difuntos, entre cipreses y muertos, volví a ver la foto de Louis. Pero no era de Louis Sanclaire, era de Don Santiago, sí, de unos cuantos años menos, quizás con veinticinco. Louis nunca existió, nunca fue a nuestra clase. Recordé aquel rostro atractivo y seguro de Don Santiago, joven y seductor, de ojos claros y porte extranjero.

Me llegó un Whatsapp de Don Santiago:

–Gracias, querido alumno. Ya sabes que Louis… Algún día lo entenderás todo, pero no en esta tarde de ánimas. 

La noche me segó el alma mientras, mojado hasta la médula, trataba de trepar por la tapia del viejo cementerio. Quizás parte de mi ser quedó allí, en aquel panteón. Sin entender nada pero asustado, víctima de qué… Nunca lo sabría. Mañana, 1 de noviembre, Don Santiago ya no estaría para explicarme nada. Mi alma se quebró aquella noche. Mañana, 1 de noviembre, Todos los Santos. ¿Por qué notaba que me llamaban? Mañana, 1 de noviembre, se me grabaría a fuego ya para siempre. Grité, en la tarde de ánimas, pero nunca dudé de Don Santiago, nunca.

El tañer de campanas se escuchaba en la lejanía. Quizás el agua de un río también…

–Gracias, querido alumno.

1 de noviembre. Día de Todos los Santos. Del tuyo, también.

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol literario

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