¿Quién es A.W. en la revista Voces de Buñol?

La tarde caía como un obús en el ocaso Mediterráneo. En la ciudad del Turia, entre murallas y una señera ondeando al este, los estorninos luchaban entre los viejos olmos del paseo. La soledad invadía la ciudad como un jinete del Apocalipsis, quemando a su paso las almas de padres y niños, de tierra y sol, de cielo azul y cuadros de Sorolla, en aquella tarde de últimos de octubre de 2021.

*Nota: este relato es ficción e inventado.

Una mañana de Enero de 1978, sentado frente a la ventana y desde allí mirando el castillo que tanto amaba, una nube blanca y espumosa, redonda y hermosa, estaba sola en el azul cielo de Buñol y de mi calle… Mis pensamientos iban y venían como el viento que ahora comenzaba a soplar y llevarse la nube y la mañana, la vida pasaba como un rayo en mitad de una batalla sin cuartel y la edad era triunfo y excelencia. Joven y lector, me leía todos los números de la revista local Voces de Buñol. Unos de mis favoritos eran los de tema histórico de Fernando Galarza. Las fotos, sus artículos, pero llenos de sinceridad, las poesías, en fin, todo un mundo local en el cual un joven estaba absorto y ávido de una vida por descubrir. Mi sitio preferido para leer estas revistas era el castillo, sentado frente al antiguo Palacio Condal. 

En un número del año 1977 de diciembre comprobé algo en el interior de sus hojas. Había un nuevo autor, que firmaba con las letras A.W. La curiosidad me hizo pensar que la A podría ser de Antonio o de Aniceto o de Anacleto pero la W… ¿Qué apellido español podría empezar por W? ¿Sería de padre extranjero? Aunque me sorprendieron ese día esas iniciales, no le di importancia, pero sí a lo que escribió.

El artículo, quizás no el primero que publicaba la revista, hablaba sobre los ocasos. Sí, los atardeceres, pero los de mi pueblo en concreto. Me quedé perplejo, mi corazón dio un vuelco como si se hubiera roto el capitel de la columna de mi ser, mármol y jaspe rotos de una pedrada. ¿Cómo había alguien a quien le interesaba el mismo tema que a mí? ¡Qué fuerte!

La mañana se convirtió en tarde y las nubes, envueltas en seda y luto, se tornaban grises en el mes de las hogueras y árboles caídos. Sus palabras entraban en mi ser como música de Vivaldi, como gotas de rocío. Me imaginaba al anónimo escritor, más bien poeta, como un hombre joven de pelo largo y abrigo marrón, de barba de unos días y ojos celestes, extranjero. Empezaba el artículo así:

«Y en aquella tarde de febrero que llegué a este bonito pueblo de la castilla valenciana me encontré, tras sus montañas agrestes y sus verdes pinos, paisajes que nunca había visto. Maravillado y mirando al oeste pude comprobar, tras el monte al cual llaman curiosamente Alto Jorge, unas nubes rojas y rotas que, tras el morado que les cubría, formaban un emblema digno del pintor Delacroix …».

Leí y releí el artículo una y otra vez. ¿Cómo podía alguien haber escrito lo mismo que yo pensaba? Mas no sentí derrota ni desánimo en la tarde borgiana y rosada. Quizás, pensé, haya leído al argentino Borges, y la W de su apellido sea polaco o inglés. Con estas dudas y pinzadas en mi joven corazón fui raudo a hablar con el director del periódico, pues sabía donde trabajaba. 

–Vaya –dijo–, pues no sé quien es, la verdad, pero escribe muy bien. Sí, este artículo sobre los ocasos de Buñol se recibió por correo sin remitente y nos pareció interesante su publicación. Siento no poder ayudarte más. 

Decepcionado, salí de aquel almacén y, subiendo de nuevo al castillo, las calles empinadas y los pensamientos como saetas que se me clavaban en el cuerpo. ¿Quién sería ese A.W.? Pero, emocionado, releí el artículo de nuevo:

«No saben estas gentes, buenas gentes rurales pero amantes de la música, músicos geniales, que tienen un gran tesoro tras esas azules montañas. La sierra, los montes, las pozas, si en mi tierra yo tuviese estos cielos sería un gran artista, quizás pintor o músico como ellos, pero algún día sabrán por qué, si es tan interesante, no lo hago, ojalá pudiese. 

Si supiesen de donde soy, quedarían absortos, y las preguntas me lloverían y agobiarían. Sólo les puedo decir que sé más de este pueblo que ustedes, que soy amante de los atardeceres, como Machado de los Campos de Castilla… Ahora estoy frente al monte que ustedes llaman Monte de la Cruz y ver las nubes granates y turquesas formando un gran buque que se va moviendo me emociona, y que forman en mi alma un lienzo que nunca olvidaré…».

Era impresionante, sentía lo mismo que yo. La tarde cayó como caen las lonas de un escenario y mi interior recogió aquel día como único. Guardé en mi cartera el número de Voces de Buñol y decidí esperar al próximo número.

Y llegó febrero, y llegó la melancolía envuelta en estorninos negros. No esperé a que llegase por correo el numero de Voces de Buñol, lo recogí en la oficina de Correos directamente y, casi sin salir a  la calle, abrí sus páginas. Llovía y caballos de la niñez todavía andaban sueltos en el caminar de la juventud. Traté de no ponerme nervioso, pero allí estaba su artículo, A.W lo firmaba y se titulaba «Los ocasos de Buñol, sus crepúsculos».

«De donde yo viví los cielos grises eran el pan de cada día, no cambiaría su catedral enorme y gris por estos cielos que cada tarde me dicen algo especial, tampoco por su mar azul y oscuro que parece tragarse las playas, ni por las gaviotas que cada atardecer me despertaban. Aquí los pájaros son cómplices de tan magnífico espectáculos, de colores y de vida».

Vaya, pensé, pues debe ser inglés entonces, o quizás del Norte de Europa, ¿de Alemania? Pues habla de un clima gris, de una mar oscuro y playas… Seguí leyendo: «Las franjas rosáceas y el dorado tras el monte me recuerda a algún cuadro de mi amado Van Linden, o del denostado Fray Angélico. Espero hora tras hora cómo los colores van cayendo y despareciendo en la lejanía, y la franja del azul mar me hace sentirme vivo… Siempre desde una atalaya, desde una casa que me han prestado, veo estos paisajes. Quizás nadie nunca sepa el sitio donde estuve o estoy en la actualidad. Sólo una pista, hay un escudo blasón en su puerta, y es antigua, muy antigua…Mientras la tarde va cayendo, el morado ha pasado a gris y el gris a azul marino.

Espero algún día poder fotografiarlos y hacer una exposición con cientos de fotos para que ustedes, queridos habitantes de tan bella tierra, puedan ver el sentimiento y la verdad que esconden estos atardeceres, pues cada uno nos abre una puerta que aun desconocemos…»

Una puerta que aun desconocemos, ¿a qué se referiría? Cerré la revista y me propuse averiguar quien sería el autor de estos artículos, mas pasaron los días y nadie sabía nada. Un día se me ocurrió que si veía el sello de la carta podría averiguar su procedencia y así lo hice. Fui a redacción del periódico.

–Otra vez tú con tus historias, a ver, dale los originales a este.

Me dieron las cartas donde se encontraban los escritos que mandaba desde algún sitio. Y allí estaban los sellos. Mi corazón empezó a latir. ¿De qué país vendría? Era alucinante y a la vez misterioso. Los sellos eran rojos, con una cara, con un rostro de una mujer, de una mujer con una corona, muy pequeños, llevaban la efigie de la reina Isabel de Inglaterra. ¡Era desde Inglaterra desde donde los enviaba! Sentado en la silla del pasillo no podía creer que alguien pudiese escribir algo tan hermoso desde Inglaterra. ¿Sería un emigrante?

Ansioso, esperé al número de marzo, el cual salía a mediados de mes y, cuando lo tuve en mis manos, una fuerte angustia recorrió mi cuerpo, el artículo decía así.

«Esta tarde he estado caminando –bueno, diré que hoy es dos de marzo de 1979– por la zona del castillo, cuando se hacía casi de noche, y contemplé el atardecer sobre la Torre del Homenaje. Una inmensa tristeza se apoderó de mí, quizás como le ocurrió a Sthendal, me saltaron las lágrimas y no podía seguir caminando, el pecho me ardía y tuve que parar para tomar aire, la tristeza era infinita mientras notaba que alguien me observaba desde hacía tiempo, alguien muy joven».

Me quedé helado, sin habla. ¿Acaso sabía que alguien le estaba investigando, si así podía decirse? Asustado por este asunto, pasaron los meses y me olvidé de todo y seguí mi vida de estudiante. Ya no leí mas Voces de Buñol, pues la carrera y la universidad me habian cambiado la forma de ver las cosas y el mundo. A veces, ya en la ciudad,  recordaba aquellos tiempos de mi adolescencia y sacaba de vez en cuando de una caja varios numeros de Voces de Buñol y sonreía al acordarme de aquel tal A.W. ¡Qué importancia le di! ¿Sería ingenuo? De verdad…

Una tarde de últimos de octubre, víspera de Todos los Santos, íbamos por el cementerio un familiar y yo dando vueltas y visitando a nuestros difuntos. Cuando me dí cuenta, había perdido a la persona que me acompañaba, y me alejé bastante, hasta el viejo cementerio, cerca de la puerta de entrada, cuando algo me llamó la atención. Algo bastante raro y que yo conocía. Sobre la lápida negra había una foto, como pegada, de un atardecer de Buñol, y abajo las iniciales A.W., arriba Alfred Wishigh.  Me quedé petrificado, mis manos temblaron al son de la tarde, mis labios querían decir algo pero no podían, de alegría y de rabia por no haberlo descubierto antes. Las calles del cementerio se me volvieron estrechas y sin salida, y de rodillas caí ante aquella lápida perdida en el viejo cementerio. Envuelto en el fuego del tiempo perdido, como Proust, seguí de rodillas. Allí se podía leer:

ALFRED WISHIGH 1950-1980 

1950 Edimburgo – 1980 Buñol

Y abajo: «Ocasos en Buñol» y la foto pegada en la lápida de un ocaso de Buñol desde el Monte los Pilaretes. Era tan hermoso. Se me acercó el enterrador y dijo:

–¿Qué te ocurre, no lo concoces? Sí, el escocés,
–afirmó–.  Escribía en las Voces de Buñol.

Buñol, octubre de 1981.

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol literario

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