La veleta del campanario

A la calle Daoiz y Velarde, calle carboneros, pues no hay ningún otro sitio desde donde se vea mejor nuestro querido Campanario.

Una tarde noviembre, estoy hablando de la década de los sesenta, cuando me disponía a leer las «Tres Fechas» de Bécquer, sentado cerca del ventanal de mi casa, escuché que me llamaban desde la casa de mis abuelos, la cual se encontraba en el piso de abajo. Al principio no hice caso y continué leyendo, pero al cabo de unos minutos reconocí la voz de mi abuela bastante enfadada, cosa que nos hacía obedecer de inmediato, a nosotros los primos hermanos, a los cinco, aunque dos de ellos no estaban ese día. A su vez, los ventanales eran golpeados fuertemente por el viento. Atemorizado por la coincidencia, bajé a toda prisa las escaleras que unen a las dos viviendas. La tarde caía como una nube gris sobre nuestra juventud etérea y confiada, mas bien niños de la EGB. Mi sorpresa fue mayúscula al ver a mis dos primos sentados cerca de ella. Ella estaba sobre su mecedora y, al lado la televisión y la estufa, ensimismados, escuchaban algo que iba hablando la mujer, pero me llamó la atención su inmovilismo y el rostro demacrado de mi querida nana y las caras de mis primos, un poco raras y extrañas. ¿Qué les estaría contando?, pensé.

Era extraño que mis dos primos, cómplices de travesuras y desmanes ante aquellos pobres abuelos, estuviesen tan atentos a lo que contaba la mujer. Entre el viento de noviembre, ajeno a todo, y revolviendo almas de nuestros difuntos entre golpe y sonido, escuché la siguiente leyenda o verdad, pues con el paso de los años resultó la segunda opción.

–Ah, faltabas tú, te estaba llamando, anda, siéntate al lado de éste –dijo la abuela, y prosiguió:

–Como iba diciendo, desde nuestra calle se ve el campanario, la mejor vista del pueblo, alto, fuerte, como queriendo tocar el cielo, pues así es, es una de las torres más bonitas de la región, su estilo es incomparable… es del Barroco, ¿sabéis?, o más bien entrado el Neoclásico…

Yo me preguntaba el porqué de tanto misterio y qué historia era ésa del campanario.

–No sé si sabéis que en esta iglesia había varias Cofradías con sus capillas y altares. Una de ellas a los Santos Abdón y Senén, Almas o Ánimas del Purgatorio, y otras más, y aquí comienza la historia, ya que el campanario estaba por finalizar, con sus treinta y tres metros de altura, construido durante el reinado de Carlos III entre 1633 y 1757. Veréis que presenta una estructura barroca con pilastras jónicas y todo eso…

Estaba asustado, la que hablaba no podía ser mi abuela, más tarde lo entendí, ¿cómo sabía ahora historia del arte, a sus ochenta y pico años?, estaba alucinado.

–Resumiendo, el campanario estaba acabado pero faltaba algo, ¿a ver quién lo sabe? 

–La veleta –contesté yo.

En ese momento, al decir esta palabra, el viento aulló con más fuerza y la cara de mi abuela se volvió blanca, sus ojos sin pupilas nos miraban fijamente y los tres, aterrorizados, salimos corriendo. Las puertas se cerraron de golpe, no podíamos huir. Ella, en trance, seguía hablando.

–Los Santos de Piedra, Abdón y Senén, a los que tanto querían los agricultores, pues guardaban las cosechas, no pudieron evitar la tragedia, o el intento de tragedia, o las dos cosas. Juan, a Juan le tocó subir, o se ofreció, a lo alto a instalar la veleta –seguía contando, su rostro ahora desfigurado y cansado, había vuelto al de antes, sin los ojos en blanco, eso nos tranquilizó y nos acercamos lentamente a ella, pero muy despacio–. Juan era muy valiente y con sogas atadas a su cintura y a los tejadillos iba escalando. La veleta sobre su espalda era demasiado pesada pero logró ponerla en lo alto, mas tenía que haber rezado a los Santos de Piedra antes de esa aventura tan peligrosa. Abajo, las gentes miraban con preocupación tal hazaña desde la plaza, que se llamaba en aquella época Plaza del Mercado. Desde allá arriba saludó a la gente, contento de su valentía, aunque le duraría poco. Un fuerte viento, una ráfaga, lo empujó al vacío y cayó hacia la Plaza, ante la vista de todos, que huyeron a toda prisa, no por Juan, que iba cayendo, sino por cómo iba cayendo, lentamente, y antes de tocar el suelo, a la altura de la fuente, se transformó en un bulto negro, dicen que en un ave oscura como la noche, que alzó el vuelo antes de estrellarse contra el pavimento. La gente, horrorizada, nunca supo explicar lo ocurrido. Os preguntaréis quien era Juan y por qué le tocó subir a él a instalar la veleta. Juan era forastero, no era de aquí…

En ese instante se escuchó un violento golpe sobre la puerta de la casa, después otros.

–Juan no quiere que siga –dijo mi abuela muy tranquila, pero con su cara como otra, más vieja–. Juan era descendiente de los moros que tanto tiempo ocuparon la región y toda la península y su religión, ya sabéis, nada de cruces. La veleta era una cruz horizontal con una pequeña representación de San Pedro. Muchos dicen que sus demonios se empeñaron en su muerte, aunque logró poner la veleta.

La puerta se abrió, el viento había cesado, los tres, derechos y temblando, salimos a la calle. La noche era clara, se veían las estrellas y el cielo estaba plateado. El campanario al final de la calle se divisaba, pero también sobre la pilastra jónica, a lo lejos, una cosa en forma de pájaro muy oscura se divisaba amenazante, mirándonos, la veleta crujía y se movía entre sus garras.

Mi abuela, adentro, gritaba: –Ya os lo decía cuando eráis pequeños, que viene Juan el de la Veleta, y os meabais de miedo –y se reía sin parar, pues esta historia había pasado de generación en generación. Los tres, en la calle, muertos de miedo, veíamos aquella figura siniestra acechando la veleta y el campanario. Mi abuela seguía riendo en aquella noche de noviembre. El terror se apoderó de nosotros y sin pensarlo subimos a toda prisa a mi casa, dejando a la abuela con sus gritos e historias macabras. Como es normal, no dormimos ni un minuto. Lo de ese Juan y lo del ave negra nos impactó tanto que cerramos todas las ventanas. Menos mal que mis padres no estaban, los dos matrimonios se habían ido de viaje, mis tíos y los mayores estaban de caza.

–Oíd –dije a mis primos–, ¿no os parece que lo que hemos visto sobre la veleta era más que un pájaro negro, grande, oscuro, era más bien una gárgola? 

Se hizo un silencio, silencio de terror, espeso. Efectivamente, aquello que se movía sobre la veleta, detrás, era un monstruo oscuro, que observaba la calle y a nosotros.

Años más tarde, cuando acabé la carrera de Historia, tuve que ir al Archivo de Aragón en Zaragoza. Estaba a punto de acabar la tesis y estuve varios días estudiando, ojeando archivos de mi villa natal y su comarca durante el reinado de los Borbones. A través de los grandes ventanales de aquel majestuoso edificio se distinguía una torre y, sobre ella, una veleta en forma de cruz. Enseguida me vino a la mente la historia que nos contó aquel día mi abuela y cuando éramos pequeños aquella frase: «¡Que viene Juan el de la veleta!». Un escalofrío recorrió mi cuerpo, bajé la vista al libro que estaba leyendo, pasé dos páginas, como un autómata, y pude leer, más bien ver, un dibujo de la época donde se podía apreciar en antiguas viñetas, de esas que están echas a mano tan bien dibujadas y creadas, en blanco y negro, pude ver la increíble pero cierta historia de Juan el de la Veleta en la Villa de Bunyol. El año estaba como borrado, parecía poner 1733, 1753. Decía así el texto que las encabezaba:

«Juan Benítez era un moro no convertido después de la expulsión de 1609 por Felipe III. Fue el líder de una orden armada contra la Corona, que tuvo diversos enfrentamientos en la Hoya de Buñol y Cortes de Pallás. Fue encarcelado pero logró escapar. Sus últimos días antes de un accidente desde una torre en la villa de Buñol fueron de saqueo e incendios en toda la comarca. Cuentan que se prestó voluntario para la instalación de una veleta en un campanario de esta villa pero su intención fue otra. Las autoridades creen que llevaba un potente artefacto de pólvora incendiaria que quería tirar una vez escalase hasta la veleta. Su cuerpo nunca se encontró, la leyenda dice que se transformó en algo horrendo antes de caer, otros que le estalló el artefacto». Crónicas de la Villa de Buñol. Año 1834. C. Ramírez.

En las viñetas, con perfectos dibujos, se apreciaba a un hombre subido en una torre. En otra, el hombre cayendo al vacío. En otra, un ave negra medio hombre medio pájaro surcando la torre, parecida más a una siniestra gárgola con alas y rostro de pájaro. Y la siguiente fue la que me secó el alma, una vieja y tres niños alrededor de una chimenea, los niños mirando a la vieja, el fuego encendido, una ventana, por la cual se divisaba un campanario y su veleta, tras la vieja una especie de gárgola negra, amenazante.

No sé si sería casualidad o no, pero cerré el legajo y salí corriendo de allí con el corazón alterado y el alma hundida, pues en la otra viñeta… no cuento lo que había en la otra viñeta. El terror comenzó ese día y no pararía nunca por una absurda leyenda de abuelos que no se cree nadie y no se le da importancia, aunque quizás lo mejor sería tomarlas en serio. Al volver a mi villa natal, decidí consultar los documentos de aquella época. Con el temor amenazante abrí los viejos libros de esos años de expansión y construcción de iglesias. «Al acabar el campanario de esta parroquia, el titular de esta ordenó construir una veleta de hierro forjado, con la imagen del santo titular, San Pedro, y los signos cardinales. El problema era subirla hasta el tejadillo final de la Torre, pues tenía que haberse hecho al acabar dicha Torre. Un hombre se mostró voluntario. La tragedia vino después de lograr instalarla, ya que una ráfaga de viento tiró al joven al vacío, otros dicen que se lanzó el, otras personas de la villa, que llevaba una especie de bomba incendiaria y quería lanzarla contra la Plaza del Mercado y sus gentes. Lo ocurrido después, no se puede saber, pues según cuentan este hombre se convirtió en una especie de ave oscura del mismo tamaño que su persona».

Mi pregunta era qué había pasado con Juan el de la Veleta. ¿Era un terrorista de la aquella época?¿Y por qué se empeñaban en su metamorfosis en gárgola, acaso sí explotó la bomba en la Plaza y quisieron taparlo con lo de la gárgola? Mi mente y mi cuerpo se desdibujan al pasar en las noches de invierno y alzar la cabeza hacia el campanario. Allí, la veleta nos vigila, pero lo más inquietante es pensar en la última viñeta de aquel legajo. La cuarta viñeta dejó grabado en mi mente un hecho de verdad misteriosa e inusual que afectaría a todas las generaciones y gentes de aquella época y a esta, por mezclar lo real con lo irreal, lo verdadero con lo espiritual. El tema de la venganza después de la muerte bordeó mi cerebro y acerté en el pronóstico. La clave quizás no estaba en el propio autor o actor de la escena sino en el material utilizado, en la veleta, y su significado. Dios nos libre de jugar con lo sagrado, como hizo Juan, Juan el de la Veleta.

Deben disculparme queridos lectores pero nunca podré desvelar esa última viñeta de aquella época y de aquel legajo de la ciudad aragonesa. Ahora, inmerso en una extraña misión y con el propósito último de acabar con el monstruo, recorro medio mundo para aplacar la ira, una ira desatada, que comenzará, una tras otra, en todas las veletas de las iglesias, torres o campanarios. En nuestra villa ya comenzó. La gárgola, el ser o monstruo, quizás Juan, caído en una fuerte maldición muy ancestral, haya empezado este caos. Ahora triste pero fuerte, en el aeropuerto de Antioquía cogeré un autobús para dirigirme a la Iglesia de San Pedro en Antakya, donde comenzaron los primeros cristianos como lugar de culto secreto al Santo. Allí y después en otros lugares del mundo, visitaré y trataré de destruir sus gárgolas y consolidar la figura del santo frente al mal. Después marcharé a Roma, a Cracovia, a Leiden y a otros muchos sitios donde pueda hacer lo mismo. Sale el autobús hacia Antakya, el prado gris y los pájaros del fondo de la estación me hielan la sangre. ?Cómo podíamos imaginar que todo comenzaría por arriba, por los campanarios, torres cristianas que tenían una función de llamar a los fieles? Y ahora sus veletas son imanes, fuerzas férreas para atraer como una piedra magnética a esos monstruos.

Atravieso carreteras, valles, prados oscuros en tierras arrasadas, Antakya me espera, aguardo con impaciencia entrar a su iglesia, y empezar la misión.

La última viñeta… quizás alguna vez se sepa. Por ahora sería un suicidio descubrirla, saber lo que significaba. De momento llevo la foto de toda la página en los archivos del móvil, desde que partí de mi villa hasta Alagón, y Roma, Pisa… La gárgola, quizás Juan me persigue. Todo estaba en la veleta, en leyendas antiguas pero verdaderas, pero ¿por qué Juan el morisco? ¡Que viene Juan el de la Veleta! ¡Corred, corred…!

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol es misterio. La ciudad del viento.

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