Donde nos bañábamos…

A finales de los 80’ y principios de los 90’, hubo una época en nuestro pueblo, antes de que llegara la «España de las piscinas» –como la ha llamado Jorge Dioni en su último libro– y la gente se construyese en masa su espacio particular, en la que los adolescentes de la época disfrutábamos bañándonos en los charcos y ríos que discurren por el término municipal de Buñol. 

Hoy, aunque más degradados, más secos y más masificados, siguen estando esos lugares que los turistas han descubierto y vienen a disfrutar pero que los autóctonos hemos abandonado en una retirada hacia el ámbito privado de las piscinas de las casicas y chalés de amigos y familiares. 

Se diría que entre unas cosas y otras hemos seguido cual borregos el canto neoliberal del culto hacia lo individual y a la propiedad privada, alejándonos del contacto social que nos ofrecían los espacios compartidos de lo común: nuestros parajes naturales. 

Quizá por ello nos cueste tanto hoy en día, no ya sensibilizarnos, sino reconocer que ese patrimonio natural está en peligro por la depredación capitalista de todo aquello que está fuera del asfalto de nuestras calles. Esa desconexión de lo que nos une a la Tierra ha cambiado hasta la forma en que disfrutamos de algo que es ancestral: bañarse y chapotear en el agua. Donde antes había agua dulce, piedra, tierra y pan de rana, ahora sólo hay cloro, asfalto, goma o azulejos. Pero, como digo, no siempre fue así. 

Cuando yo era un chaval de 14 o 15 años, además de la piscina municipal de Buñol –que conozco desde que tengo uso de razón–, teníamos muchas más opciones de bañarnos en nuestro pueblo. Opciones que iban incluso más allá de los emblemáticos y muy valorados (básicamente por los foráneos) espacios fluviales de nuestro amado pueblo; estoy hablando de las innumerables balsas de riego, muchas de las cuales han sido desde hace unos años valladas y convertidas, de nuevo, en espacios privados vetados al público en general. Recuerdo con mucho cariño la balsa del «Hombre sin cabeza», una balsa de riego a la que llegabas por el caminico del «Ciprés» hacia arriba en dirección a la Cueva Turche; casi al final de ese trayecto histórico que hacíamos cuando íbamos a pasturar la mona el lunes de Pascua. Allí, muy cerca de la casica de mi amigo Miguel Cortés (Pumu), estaba aquella balsa en la que nos bañamos toda una generación, esos y esas que hoy nos acercamos a los 50 tacos. Con un agua fresca de narices –nada que ver con el caldo de las piscinas– nos pegábamos unos chapuzones buenísimos y pasábamos las tardes del sábado con los colegas, riendo y disfrutando de un espacio natural desmercantilizado que teníamos totalmente a nuestro alcance. Hoy esa balsa es privada, está vallada y, por tanto, inaccesible a la chavalada. 

Pero «El hombre sin cabeza» no era la única balsa en la que nos bañábamos; el «Oliveral» fue otro de esos lugares muy frecuentados por la chavalada de entonces. Yendo a Alborache, por la entrada de la Cueva Turche hacía arriba, encontrabas aquella zona. Más grande que la anterior, estaba más a la vista y a veces algún regante nos «echaba el perro» por bañarnos allí y teníamos que salir por pies. Un poco más adelante, y cerca de la casica de mi amigo Pichana, estaba también «La Cristalina». Ambas acabaron como las anteriores, valladas y privatizadas o directamente inutilizadas. Como balsas destinadas al riego, nuestro baño dependía de que no se hubieran vaciado para tal menester, por lo que había veces en que nos teníamos que volver por donde habíamos venido. Pero tampoco nos importaba demasiado porque seguíamos teniendo más opciones; por ejemplo, la de «Los Juanicos». Justo al lado del Puente Roquillo, es la única que a día de hoy resiste, ya que no ha sido vallada y sigue abierta a que cualquier buñolero o buñolera se bañe cuando le apetezca. Sin ir más lejos, no hace ni tres años mi pequeño –que entonces era poco más que un bebé– y yo nos pegamos un chapuzón en un día de estos –cada vez más frecuentes– de calor infernal. «Los Juanicos» es una balsa que aparece y desaparece –como el gato de Shroedinger–. Se vacía por completo por las necesidades de riego de los agricultores de la zona y de las sequías, y vuelve a llenarse –ahora mismo está a rebosar– cuando viene alguna (bendita) época lluviosa. Ahora tiene mucho «pan de rana» porque después de mucho tiempo han vuelto a aparecer estos simpáticos anfibios que están en peligro de extinción. 

También en el caminico del Roquillo y antes de «Los Juanicos» encontramos la del «Samorano», una balsa que los más viejos del lugar me han contado que hace ya muchos años –antes de que un servidor llegara a este mundo– ejerció incluso de «piscina municipal» mientras se realizaban obras en la Piscina que hoy conocemos. Como ocurrió con la mayoría, hoy también está vallada. Y para acabar con esta zona, los venteros me cuentan que «el Balsón» –fin del tramo de acequia de la primera partida de la huerta arriba y situada junto al principio del camino– hacía las delicias de los críos y adolescentes de los años 70 y 80, ya que con una anchura considerable y buen caudal para ser una acequia, servía perfectamente para refrescarse a los críos del Barrio Gila y adyacentes en los días calurosos de aquellos veranos. Para acabar con las balsas, y gracias a mi amigo Chimo, reputado «balseólogo», he podido recordar algunos baños furtivos en una pequeña balsa contigua a la Fuente «La Teja», de la que la mayoría de veces éramos expulsados por los vecinos que tenían casicas junto a ella. 

Y  para finalizar este recorrido bañístico no puedo dejar de mencionar el incomparable y precioso patrimonio natural que tenemos en nuestro pueblo en lo que respecta a ríos, charcos y demás espacios fluviales. Un patrimonio que hemos ido olvidando desde hace un tiempo, no sólo en lo que respecta a su cuidado y mantenimiento, sino también en su enorme atractivo como lugar de baño y de socialización. Bien es cierto que la turistificación descontrolada de lugares históricos y emblemáticos como la Cueva Turche no ha ayudado demasiado, pero también es cierto que su  uso público se podría haber gestionado de otra manera por parte de la Administración. También, como en el caso de las balsas, la «España de las piscinas» ha contribuido a su olvido. 

Aunque las últimas lluvias duraderas y torrenciales han hecho un buen destrozo en algunos de ellos (Cueva Turche y el tramo del río en la ruta de Los Molinos, donde a día de hoy aún se puede ver toda la basura arrastrada por la riada producto de esta civilización de usar y tirar), lo cierto es que los ríos de Buñol son hoy por hoy un espacio incomparable para bañarse en agua fresca y clara en un entorno libre, gratuito y abierto al común de los mortales. Ahí está nuestra «Jarra» con sus históricos charcos: «Los peñones», «La jarrica», o más atrás en el curso del río, «El charco negro». Las sequías cada vez más frecuentes producto de un cambio climático desbocado han ido haciendo mella en uno de nuestros parajes fluviales más emblemáticos y ya no es lo que era, pero cuando llega –cada vez con menos frecuencia– una temporada de lluvias, se recupera algo el caudal y da gusto bañarse allí. 

Qué decir del «Charco Mañán», del «Charquico el flash»,  de la «Cueva de las Palomas», el Río Chico o el Río Juanes…  Todos ellos lugares que,  primero con los padres cuando éramos niños y después con el vespino o a pateo cuando ya éramos adolescentes, nos han marcado y nos recuerdan que más allá del olor a cloro, la depuradora o las hamacas de plástico, hay todo un conjunto de parajes en los que (todavía) puedes tirarte a un charco desde una peña y bañarte en agua fresca y limpia que la Madre Natura nos regala sin pedir nada a cambio. Bueno, algo sí que pide; que no la llenemos de vertidos químicos, ni basura, ni más represas que secan el elemento que nos da la vida; básicamente, que no seamos idiotas, porque nos va el futuro en ello…

Por si fuera poca oferta, quien quiera y pueda desplazarse un poco más lejos tiene –ya en el término de Yátova– el maravilloso Río Mijares, en cuyos espectaculares y cristalinos charcos puedes bañarte en un agua realmente deliciosa y reconstituyente. Yo tengo por costumbre visitarlo al menos un par de veces cada verano. 

Y eso es todo. Seguro que existieron más balsas, más charcos y más lugares recónditos donde era posible bañarse sin pasar por caja y disfrutar de un día con amigo y amigas refrescándote con la sugerente posibilidad de tumbarte a echar una becaica a la sombra de una garrofera. Estos son sólo mis vivencias. Cada uno de vosotros y vosotras tendrá seguro innumerables recuerdos y anécdotas que contar sobre los lugares –algunos ya vetados y otros en vías de desaparecer– en los que podías pasar de lo más a gusto los días en los que más fuerte apretaba el sol del verano en Buñol. Cuidemos y disfrutemos de aquellos que todavía nos quedan. Al paso que vamos, no estarán ahí para siempre.

Jose Guerrero Moliner
Generación X

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