Historias pequeñicas

Hace muchos años en Buñol, a pesar de ser un pueblo culto, los medios de comunicación que llegaban se usaban poco. Y, dada la escasez, en todos los sentidos, afectaba mucho a la cultura, por lo que existía un sector joven casi analfabetizado (más fino no lo puedo escribir).

Muchos de estos jóvenes se nutrían culturalmente de oído y algunos eran asiduos al coloquio de un grupito que se sentaba en las escalerícas de la plaza junto a la fuente a última hora de la tarde noche, aprovechando el buen tiempo. Solían sentarse algunos mozos en edad de festear, pero sin novia. A charlar, contar algún chiste, comentar los chismes acaecidos durante el día y todo evento que venía al caso. O sea, como un mentidero. De pueblo, pero mentidero.

Para sentarse y participar en el coloquio no hacía falta previa invitación, ni aportar ningún título académico, ni altos estudios científicos. El interés y amenidad del coloquio, dependía de la chispa más o menos ocurrente del “orador” que tenía la palabra. Allí se decían y oían todas las pequeñas historias que los contertulios contaban, cada uno a su manera. No se hablaba de biología ni filosofía, ni cosas de esas raras, porque casi ninguno sabía lo que era eso. Pero aseverar y comentar con buen criterio algunos sucesos, actos lúdicos y culturales, se aproximaba mucho a una filosofía pequeñica, como de pueblo. O sea, que se actuaba de una manera como aún no han aprendido nuestros doctos políticos.

Allí se decía que en Buñol existió un personaje bastante célebre por sus ocurrencias, anécdotas y hazañas. Este buen señor era el Tío Tiadoro, del cual relato algunas anécdotas. 

Una vez, ante un grupito de cinco o seis personas, estaba dándose importancia de haber hecho un viaje a Madrid, y las cosas tan bonitas y las casas tan altas que hay allí, y los adelantados que están, y lo grande que es, más de doscientas veces que Buñol; mira si es grande, que para ir de un sitio a otro tienen que ir en unos tranvías que van con electricidad. Y todas las calles llenas de tiendas, bares y casas de comidas, que allí les llaman restaurantes.

–Este viaje –dijo uno de los presentes–, le costaría muy caro. 

–Que va, lo hice con un capital de cuatro pesetas. 

Entonces el más espabilado de los presentes dijo, –¡Coño! Porque iría pidiendo. 

Y otro, por envidia y quitarle importancia a tal prodigio de la economía, dijo: –¡Así cualquiera!

Pero el Tío Tiadoro, aprovechando la concurrencia, quiso demostrar sus grandes conocimientos matemáticos, aseverando categóricamente los granos de trigo que cabían en la iglesia, los cuales cifraba en treinta kinkillones. Y como no decía como era de grande la iglesia, y ninguno sabía cuanto era un kinkillón, nadie le discutía. Y siguió dándose importancia, como doctor en problemas gramíneos eclesiásticos, y matemáticamente como un alumno aventajado de Pitágoras. Y como tampoco sabían quién era ese señor, vamos a ver quién le pone los cascabeles al gato.

Y así quedaba la anécdota para ser contada ahora.

(Nota de un servidor. Un kinkillón son 1.000.000.000.000.000.000). ¿O sí?

Arturo Sáez Perelló
De profesión persona mayor

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