Margarita

Este mes no tengo tanta prisa y, como es mi costumbre, no importa lo que me diga, sigo con ella. Mi madre es contraria a mis prisas y siempre me dice “ya pararás” o “basta ya, Margarita” pero yo a mi bola –pensaba Margarita, antes de salir a todo correr de su casa. 

Después de vestir a sus dos hijos para que se fueran al colegio, ella tenía que coger el tren que salía de Buñol a Valencia y que aquel entonces le costaba una hora o más. Era bibliotecaria en la Biblioteca Municipal de Valencia y esta se encontraba no muy lejos de la estación del Norte, lo que le acortaba el camino que hacía andando cada día. Por su trabajo, debía guardar silencio, por lo que se acostumbró a lo que ella llamaba “hablar hacia dentro”. Ella era muy habladora y el silencio la desquiciaba. Así, por lo menos, se escuchaba a sí misma.

Subió al tren y se sentó dando un bufido de descanso, dejó su chaqueta negra en el asiento vacío, a su lado, y echó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos. Comenzó a decirse a sí misma que a las mujeres les faltaba tiempo hasta para respirar, a ver si alguna vez se consigue la igualdad entre hombres y mujeres. Hasta ahora nosotras, las que hablamos hacia dentro, somos las que parimos, criamos, limpiamos, trabajamos, y mientras tanto, el gandul de mi marido se pasa todo el día en el bar, hay que educar a los hijos de otra manera… Mientras, se sentó un hombre a su lado después de preguntarle si el asiento estaba vacío. Ella continuó dentro de su cabeza: –¿Este gilipollas no ve que sí? Y siguió pensando en lo de siempre, la compra, la faena.

–Me llamó Ramón –le dijo el susodicho. Margarita se dijo: –¿Y a mí que me importa?

– ¿Y usted?

Margarita no le contestó, así que se terminó la conversación. El hombre le causó un escalofrío, tenía los ojos casi fuera de las órbitas y tan claros que parecían casi blancos. Se quedó más tranquila cuando el tren llegó a Valencia. Apretó el paso y llegó casi con la lengua fuera al trabajo y pensó: “De una de estas me despazurro”. 

Vio venir a José, el bedel. Se saludaron. Margarita sonrió y pensó: –¿Como puede tener la cara del revés, con la frente en  la barbilla? ¿Le cogerán los sesos dentro de esa cabeza?. Se rió de su propia ocurrencia y se puso a trabajar. Tenía una tarea bastante trabajosa, colocar y clasificar libros y más libros, con lo que su hora de comer era una liberación. Siempre comía en la misma tasca, que casualmente se encontraba cerca de su trabajo. El dueño la saludó y le preguntó qué quería tomar. Ella le contestó a él que lo de siempre y a sí misma se dijo: “Un gato con patas, no te jode”.

Cuando terminó el día salió corriendo a tomar el tren, volvió a sentarse con otro bufido y a dejar su chaqueta negra en el asiento contiguo. Volvió dentro de su cabeza y siguió planeando la compra, la cena, las tareas de los niños… hasta que llegó el tren a Buñol. Bajó del tren, hacía más bien frío y se abrazó a sí misma. Oyó unos pasos y se volvió, era el hombre del tren detrás de ella. Margarita corrió, la noche era muy oscura y comenzó a entrar en una especie de histeria. En su cabeza se dijo muchas cosas, corre Margarita, ¿te querrá robar o violar?. De pronto, sintió una mano como una garra en el hombro y se paró en seco. Cuando se giró, allí estaba el tal Ramón que iba detrás de ella. De repente, el hombre abrió la boca y de un bocado le desgarró la garganta,  y así se acabaron las prisas de Margarita.

Amelia Miguel Fayos
Aficionada a escribir relatos cortos

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