Ningún zapato de cristal

Para una niña que vive su infancia en el final de la época preconstitucional, las películas y los anuncios  de entonces marcan el ideario de cómo crees que va a ser tu vida. Te ves a ti misma de mayor y te confirmas como una mujer femenina (La chica de rosa, Howard Reutch, 1986), sexy  (La mujer explosiva, John Hughes, 1985) ), empoderada (Alien, el octavo pasajero, Rideley Scott, 1979), encantadora y encantada (La princesa prometida, Rob Reyner, 1987), que sabe luchar por sus sueños (Flash dance, Adrian Lyne, 1983) y, por qué no, rebelde (Dirty dancing, Emile Ardolino, 1987).

Sabes conducir motos en cuero (Busco a Jacks) pero sin desatender  a tu novio (los hombres usan Abanderado, porque las mujeres compran Abanderado) y en el interin, sin tiempo alguno, sacas del bolso de marca un Biomanán porque es lo que te mantiene alimentada sin perder la línea. ¡Quién no va a querer ser mujer en la recién estrenada democracia! Casi casi, que lo eres todo. ¡Una Supergirl! (Jeannot Szwarc, 1984). Siempre perfecta, siempre bella, amorosa y amante, trabajadora pero familiar y, por supuesto, por si no habéis caído, dirigida por… hombres. Qué gran plan.

Llegan los noventa y con la nueva década una promesa a estrenar. Pantalones anchos, zapatos sin tacón, igualdad en las aulas y minimalismo práctico, esencias de Cacharel y melenas a lo Garçon que insisten en recordarte los aires de libertad que, sin embargo, se nos presentan en portadas de revista donde aparece el fenómeno de las Top Model. Esas que dicen sin pestañear que no se levantan de la cama por menos de 10.000 dolares al día (Linda evangelista, versículo único, 1990). La agencia que las contrata, Elite Model. Uno de sus magnates, Gerald Marie. Sin comentarios.

Así llegamos a las puertas de la Universidad. Bravo. Somos ya iguales que ellos. Estudiamos, conducimos, sacamos sobresaliente y nos licenciamos. Pero, mientras, entre bastidores, no se nos olvida que también debemos ser obedientes, simpáticas, femeninas, agradables, cuidadoras y hasta nos vemos riendo frente a los comentarios de los compañeros masculinos que insisten en que reconozcamos que en cierta asignatura hemos tenido trato de favor por llevar la falda muy corta o el escote muy bajo. Cómo, si no, tenemos mejor nota que ellos. Que si tuerces la boca o miras con desdén, es que no tienes humor. Que es una broma. Claro. Como cuando reponen Pretty woman y crees que es una película preciosa donde la puta se convierte en doncella porque Richard Gere ha decidido salirse de lo convenido. Que comprar ropa cara siempre funciona. Y que nos salven. Siempre que nos salven. Otra broma. Por eso, cuando a mis cuarenta y tantos, Generación X me llaman, me insisten en que el 8 de marzo debería tener su homólogo masculino, entro en barrena. Exploto. No puedo fingir que no me importa. E intento explicar que nosotras, las mujeres, las que nos sentimos mujeres o las que compartimos la visión femenina, necesitamos aún recordarnos que seguimos luchando por una igualdad real. Esa que nos sitúa en los mismos cargos profesionales con la misma recompensa económica. Esa que nos define por lo que hacemos con independencia de tener descendencia o no. De tenerla acompañada o no. De decidir interrumpirla o no. De vivir nuestra sexualidad libremente sin justificaciones ni prejuicios. De no vivirla si se nos antoja. De salirnos de la norma porque aún existe esa norma, una norma que además, no hemos inventado nosotras.

A partir de los cuarenta, y más en el cine, es cuando una mujer se convierte en una señora. Esta premisa me la suele discutir un público masculino que insiste en que maestras del drama de la talla de Nicole Kdman, Reese Witherspoon, Jessica Chastain o Cate Blanchett siguen haciendo películas y siguen siendo galardonadas. Sí, tienen papeles interesantes. También, obtienen premios de reconocimiento. Hay incluso verdaderos taquillazos. Pero, como todo es la industria del séptimo arte, hay truco. Soy de las cinéfilas que se quedan en el pase de los títulos de crédito. Lo recomiendo. Curiosamente salen como productoras ejecutivas de sus propias pelis. Es decir: quienes ponen el dinero para llevar a cabo la trama. Eso les reporta beneficios cuando los films hacen caja pero lo más importante: les permite poder actuar en proyectos que las mantenga vivas en un mundo en el que la arruga no es bella. Así podemos decir que el famoso techo de cristal que no por transparente, es inexistente, comienza a quebrarse. 

Y es que hasta que no accedamos y afiancemos puestos donde poder reordenarlo todo, donde tener la dirección y producción de las historias, no podremos vernos con nuestra propia mirada en la que queremos hacernos visibles. Sexo en Nueva York, inclusive. La primera vez que ví esa serie de Darren Star, pensé que estaba viendo algo prohibido. Cuatro mujeres hablando de sexo. Practicándolo. Al principio lo veía sóla, a escondidas, como quien comete un acto delictivo. Para la tercera temporada ya había quedadas en casa de amigas con pizza y vino. Con el estreno de la primera de las películas, el cine estaba lleno celebrando la primicia.Todo mujeres. Creo firmemente que fue una serie que, pese a ser creada por un hombre, rompió con muchos tabúes. Dentro de un microcosmos inalcanzable para la media, adornado con demasiados zapatos de presupuesto desmedido, hablaba de cómo la mujer es dueña de su destino. De su cuerpo. De sus elecciones. Tanto si eres liberal como conservadora. Tú decides. Y lo haces sin miedo. Pero al final de la temporada, todas acaban con pareja. Bonito. Romántico. Curioso. El desarrollo de la historia de cuatro mujeres en la treintena, con un final feliz en la ciudad más bella del mundo. Walt Disney para adultas. 

Con una diferencia de casi veinte años, se estrenó en HBO la segunda parte de la serie bajo el título de «…And just like that». La miniserie cuenta con una temporada donde tres de las actrices del elenco primigenio mantienen sus personajes. Todas superan la barrera de los cincuenta años. Otra vez truco. Todas son productoras ejecutivas de la iniciativa. Pese a que en un primer momento (no hago spoilers) no me gustó el arranque (fans de la serie, sabeis de qué hablo), otra mujer, mi mejor amiga, me insitió en que le diera una oportunidad. Semanas después lo hice. Retomé su visionado y entendí lo que me dijo: no la mires con ojos de veinteañera. Mírala con los ojos de quien eres ahora. Y caí en que igual que yo había evolucionado, ellas lo habían hecho conmigo. 

Episodio tras episodio se observa la evolución de una relación entre ellas que lleva mucho tiempo vivida. Incluso el hecho de que la cuarta lo sea en discordia convierte, aunque sea involuntariamente, la ficción en más real (no todas las mujeres debemos llevarnos bien por tener el mismo cromosoma… clara… mente).

Esa relación es la que marca el ritmo de cada capítulo: se comparten las pérdidas, las decepciones, los problemas cuando los hijos crecen, el paso del tiempo, la adaptación a una sociedad que cambia a golpe del nuevo Iphone, el romper con lo establecido. Es lo importante de la historia: mujeres que cuidan de mujeres. Que se escuchan, se acompañan y se comparten en incluso decisiones en las que pueden no estar de acuerdo. Eso sólo se puede visibilizar si es contado por nosotras.

Tenemos que hacer más en conjunto. Porque si esconder la regla durante años ha sido ridículo, no hablar de la menopausia es peligroso. Porque tenemos que provocar más cambios desde nuestra propia feminidad. Porque el feminismo no es una moda, es una exigencia. Porque aún hoy, cuando hacemos algo fuera de las creencias limitantes de las que hemos sido víctimas, se nos encasilla de histéricas, o exageradas o tremendistas. Que tener más derechos que nuestras antecesoras no significa que los tengamos todos. Hay mucho camino por delante, que debemos taconear juntas. Y esa voz tiene un día propio. El nuestro.

Hace un año mi situación era diferente. Tras doce años de relación, decidí divorciarme siendo esta una de las cosas más difíciles que he hecho en mi vida. Los cambios acojonan. El miedo a tener una edad que se considera complicada para rehacer la vida era notorio, palpable y presente. Pero lo hice. Porque cuando trasladé a mis amigas lo que había decidido, ninguna puso el grito en el cielo. No escuché decir que estaba loca. O que era una crisis personal pasajera. O que me iba a quedar sola. Solo recibí manos tendidas libres de juicios y llenas de ternura.

Así que desde hace unos meses estoy caminando con unos zapatos nuevos que unos días me rozan, otros parece que me están grandes y la mayoría de las veces siento que son los de otra persona porque no los reconozco. Sin embargo, la suela parece resistente y estoy decidida a que me lleven a sitios nuevos a ver qué pasa.

Porque miro a mi alrededor y estais todas conmigo. Cada vez que me siento perdida, una enciende la linterna. El ocho de marzo andaré bien segura porque lo hago de la mano de todas las que, como yo, pueden saltar porque había antes muchas que tejieron una red. Que esa red se haga tan grande que alcance cualquier techo. Hasta los de cristal.

Las gafas de Sthendal
Cinéfila y bloguera

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