Ahora que media España está en el jijija de las fiestas omnipresentes y la otra media apurada a no va más o embriagada de chupinazos, Tomatinas, torosembolaos, discomóviles o paquitos chocolateros, quizás sea bueno, incluso oportuno, mirar con cierto detalle para saber dónde estamos: es falaz pensar que estas manifestaciones festivas sean democráticas, creativas o igualatorias.
España, con fiestas sobre todo, es uno de los países con mayor desigualdad de riqueza de toda Europa: el 10% rico acumula casi el 60 % de la riqueza nacional. El 65% de la riqueza de las personas se debe a herencias recibidas, es decir, que los hijos de los que más tienen encuentran mayores posibilidades de prosperar que aquellos con menos recursos, y como esto va de libros y no de otra cosa, lo injusto del asunto –con fiestas populares y todo, con fiestas igualitarias y todo– es que todo está en el mismo punto que lo dejaron Galdós, Baroja, Blasco Ibáñez o el mismo Delibes en algunas de sus novelas.
Escribe el sociólogo Cesar Rendueles en su libro Contra la igualdad de oportunidades: «La desigualdad ha secuestrado la democracia y, mientras la libertad se ha convertido en el valor a reivindicar por excelencia, la igualdad material sigue ausente de los programas de los partidos (…) Pero hay razones éticas, económicas, sociales y medioambientales para aspirar a una sociedad más equilibrada. Una que no dé a todo el mundo lo mismo, sino a cada uno lo que necesita».
Todo ello –con fiestas y todo– está minando, no sólo las posibilidades democráticas, sino el propio tejido social, creando una perplejidad ciudadana tremenda. Según las encuestas, un 64% de personas en España sienten que «mi voz no cuenta en las instituciones», y como analiza José Fernández en su libro Anti-sistema. Desigualdad económica y precariado político, esto lleva a un populismo de carácter autoritario, reaccionario y soez; en el caso de España a un neofranquismo rancio, tóxico y bronco, que se está adentrando en las instituciones aupado por el voto de aquellos que más sufren la realidad de las desigualdades, que ven como el sistema ignora sus necesidades y dejan su voto preso en quienes representan, a la manera clásica, la defensa de los que más tienen, los golpes de timón y la mano dura para los mismos que los auparon al poder o a las instituciones.
Otro título muy apropiado al aire que mueve estas palabras sería Contra la desigualdad, de Alejandro Canales y Dídimo Castillo, donde apuntan que las desigualdades no son inevitables. Las políticas públicas y sociales apropiadas equilibran en beneficio de todos y de la sociedad misma, incluso en beneficio de los que más tienen, aportando seguridad, fluidez social, consumo equilibrado y mantenido, paz social en suma, aquellos elementos que en verdad nos llevarían a «tener la fiesta en paz».
El resto es charanga y pandereta, mentira, falacia neoliberal donde, como en los cuentos clásicos, los lobos se disfrazan de corderos para hacer lo propio de los lobos y lo propio de los cuentos.
Si no, lean, por ejemplo, Porque me da la gana. Ayuso la nueva lideresa, de Alicia Gutiérrez. Un ejemplo claro de la estrategia populista vertebrada para perpetuar lo que al principio nombrábamos: un país dónde las desigualdades se acrecientan y la libertad se cifra en las fiestas populares, las Tomatinas o las vaquillas, con cerveza barata o vino a granel pagado por los ayuntamientos, discomóviles ruidosas o hacer lo que nos de la gana.
Pero, como escribía el filosofo Agustín García Calvo, «Si cada uno no creyera que hace lo que quiere, sería imposible que hiciera lo que le mandan».
Vale. Arda Troya y viva San Fermín.
Biblioteca Pública Municipal
bibliotecaspublicas.es/bunol