Cuentos del Castillo de Buñol: El secreto de Bécquer.

Con estos cuentos de ficción que se desarrollan en nuestro recinto amurallado, el Castillo de Buñol, quiero expresar, junto con otras muchas personas de nuestro pueblo, el afecto y el apoyo a todo lo que a él se refiera, en el recuerdo a aquella «Asociación Pro Castillo de Buñol» de los años setenta que tanto luchó por nuestro Castillo.

Corría el año 1977, era noviembre, la tarde caía nubosa y machadiana, las torres del Castillo se alzaban como centinelas del Conde sobre la villa. Cuando comenzó a llover ya me encontraba en la puerta de la Iglesia de El Salvador, dentro del recinto, convertida en biblioteca.

Miré antes de entrar hacia las montañas, y hacia el ocaso, en el interior, unas luces amarillentas te recibían. Con cierto temor cerré la puerta por no molestar al bibliotecario, el cual me causaba mucho respeto. Estábamos solos los dos en aquella vieja iglesia derruida en casi su totalidad y convertida ahora en lugar de lectura. Todavía en lo alto de las paredes se observaba un retablo quemado con columnas barrocas, el techo también ahumado, y al fondo una pequeña ventana que daba al barranco Borrunes.

–buenas tardes –dije yo al pasar delante del encargado.

Mas ninguna palabra se escuchó. El silencio era total, sólo el agua de la lluvia al caer sobre las canales rasgaba el silencio de aquel lugar. 

Sigilosamente me senté en el mismo sitio de siempre, cerca de la ventanita que daba al barranco. Detrás, la amada estantería donde se encontraba el libro, Rimas y Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer. Sus tapas duras de verde jade, el rostro del autor en la portada y, abajo, la de una hermosa mujer misteriosa, mirando el vacío, que me causaba una sensación de misterio y a la vez de prisas por empezar a releer las mismas leyendas que cada tarde leía desde que empezó el otoño.

Afuera, la tarde caía lenta y oscura, mientras yo leía el cuento Las tres fechas, mi preferido. Venía a mi mente el olor a incienso de aquel convento de Toledo que narraba Bécquer, de aquella mujer que iba a dejar el mundo para entrar en otro, de las calles vacías de la ciudad imperial, de los suspiros en las tardes de abril, y de sus dibujos sentado en las columnas caídas de viejos alcázares árabes. Qué ambiente más inquietante, cómo me atraía ese viejo libro de tapas verdes y letras grandes. 

Era noviembre, era 1977. En la vieja iglesia de El Salvador, en el Castillo de Buñol.

También era ya hora de cerrar, las nueve. Me levanté sin hacer ruido y, dirigiéndome al mostrador, le devolví el apreciado libro.

–Vaya, amigo –dijo con voz de fumador el bibliotecario–, te lo sabrás de memoria. Mira la ficha, sólo lo has leído tú, y las fechas, mira, hay treinta más o menos.

Un escalofrío quinceañero me recorrió el cuerpo, aquel hombre era también profesor del colegio donde yo estudiaba y el respeto, e incluso admiración, era grande.

–Sí –le dije abrumado.

–¿Tú sabías que Bécquer pasó unos días en este Castillo?

Me temblaron las piernas y tragué saliva, pues creía que me estaba tomando el pelo.

–Como sabes, murió joven, quizás de tuberculosis, aunque otros dicen otra cosa, pues corría el año 1865. Él murió cinco más tarde, y buscaba su familia un sitio para aliviar su enfermedad y de paso descansar, y no sé cómo, eligieron Buñol, después de venir desde el monasterio de Veruela cerca del Moncayo.

Atónito, le escuchaba. ¿Cómo podía ser que hubiese estado aquí?

–Se alojó aquí, a unos metros de donde estamos, en el Palacio del Conde, que era posada.

Una sensación de miedo y gozo me empujó a preguntar:

–Entonces, si estuvo aquí sobre unos quince días, seguro que algo escribiría sobre este castillo y la villa, ¿no?

Hubo un silencio. La lluvia ahora era río de agua que bajaba desde la Torre hasta la Torreta, como la vida, un torrente de ideas e imaginaciones que fluyen y desaparecen en el tiempo. El bibliotecario y profesor se quedó mirando las estanterías, y quizás su vida pasando en segundos, y dijo:

–Has acertado, y están sin publicar. Son tres leyendas que tratan sobre nuestro amado Castillo, del cual yo formo parte de la Asociación para su conservación. –Salió del mostrador y se agachó, bajó unos escalones que daban a una sala angular, de la cual nunca me percaté.

–Aquí las tienes.

Estaban guardadas en una carpeta azul de las que usábamos en el colegio. En ella ponía solamente «Bécquer». Cogí la carpeta y la abrí. Allí, en cuartillas amarillentas, estaban los cuentos, se conservaban bien. Pude leer, en la primera hoja, El cementerio en el Castillo de Buñol. Constaba de unas diez páginas y se podía leer perfectamente. Impresionado por ese hallazgo, le dije si podía leerlas otro día, pero cogió la carpeta y la cerró. 

–Es hora de cerrar –dijo como enfadado.

Me indicó con la mano la puerta y salí de allí casi en éxtasis. Algo le había hecho cambiar de opinión, por lo visto, algo le vino a la mente que cambió su actitud. Quizás mi juventud y que lo divulgase y tan precioso tesoro desapareciese, pero, al contrario, tenía que darlo a conocer mediante estudiosos del autor, sería algo grande.

Bajando por la Torreta, saltando de aquí para allá debido a la cascada de agua que había, pensaba que quizás mañana pudiese tener en mis manos tan valiosas leyendas.

Me imaginaba a Bécquer mirando desde la Torre, el ocaso sobre monte Jorge, y visitando las fuentes de la villa, alguna leyenda sobre la Cueva Turche, o los collados rojizos de Carcalín, nuestro cementerio, nuestras gentes…

Al otro día, impaciente, en la tarde de brumario, con el ceniciento crepúsculo en mis hombros, fui atolondrado y alocado, quizás para ver el tesoro literario. No podía ser verdad que hubiese más leyendas de este autor y nadie lo supiese, y en mi pueblo… Pero un rayo, como el rayo de luna del cuento de Bécquer, me traspasó el alma.

«Esta biblioteca municipal queda temporalmente cerrada y traspasada a otro recinto del municipio».

Con quince años no me atreví a preguntar y a pedir al viejo profesor por las tres leyendas de mi querido Bécquer. Muchas tardes subía a la vieja biblioteca por si alguien la abría, pero sólo me topaba con el cartel, ya enmohecido, y la tarde traidora que no me abría las puertas.

Con el tiempo pude averiguar que, efectivamente, estuvo en Buñol, pero también la biblioteca se transformó y reformó en museo y allí no quedaba ninguna salita angular ya.

Solamente recuerdo como empezaba aquella historia del cementerio del Castillo de Buñol:

«Aquel hombre vestido de negro se subió a la vieja torre del castillo, la más alta, y colocó una bandera con el rostro de una hermosa mujer…».

Bécquer. siempre Bécquer. quedó impresionado por nuestro Castillo, seguro.

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol literario

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