El fantasma del teatro (2ª parte)

Nota del autor: este relato de misterio es pura ficción e invención, lo único cierto es la historia de los desdichados días de junio de 1808 entre las tropas de Napoleón y el pueblo de Buñol, con un trágico balance debido a las crueles órdenes del general Moncey.

Cuando Ludovic vio aparecer la fábrica de cementos al bordear la curva el tren de cercanías Valencia-Buñol, el corazón le dio un vuelco y pensó donde se había metido. El paisaje de rocas grises y blancas a causa del cemento le produjo náuseas. Bajó la mirada de aquel horrendo paisaje y no quiso mirar más, solo quería llegar a la posada y descansar.

–Tranquila, tranquila, querida, pronto saldremos de este agujero –le decía a la viola que dentro de la funda reposaba en el asiento de al lado. 

No daba crédito a su suerte. Tan lejos de su casa, ya le entraba una rara sensación de nostalgia, pero se sentía fuerte y seguro de sí mismo, al mismo tiempo pensaba en su superioridad ante esos músicos de pueblo que pronto dejaría atrás y marcharía a completar sus estudios en Valencia en el Conservatorio Superior de Música de la ciudad del Túria, se dijo a sí mismo con seguridad y aplomo, como un buen gabacho.

Esa noche, en la posada, meditaba su futuro, y algo raro pasó, le entró una curiosidad extraña. Un fogonazo en su interior le hizo levantarse de la cama donde se encontraba y mirar por la ventana. La historia de su antepasado napoleónico le vino a la mente, causando un frío raro y una sensación de culpabilidad que no entendía. Se vistió a toda prisa y preguntó al dueño de la posada si estaba muy lejos el castillo del pueblo. Era tarde, pero allí se encaminó a paso ligero, con ideas fijas. En breve estaría ante el lugar en que se desarrolló aquella historia que su abuela le había contado y sin saber todavía que estaba muerta. Su madre no le diría nada de la muerte de su abuela, pensó que excusas malas mejor que saber la verdad, pensó que dos semanas pasan rápido y al volver a Tarbes por vacaciones se lo diría. No obstante, Ludovic se sintió desde que salió de Tarbes como acompañado en todo momento, incluso olió en una ocasión un denso perfume cuando estaba en el tren, un perfume que bien conocía, el de su abuela, pero racional como era no le dio la más mínima importancia, sería de la mujer que tenía a su lado.

Al llegar a la plaza de armas del castillo, una ventisca hizo que se apartara hacia la pared. Sus ojos se nublaron, pues el viento era fuerte, no supo en ese instante que no era bien recibido. Avanzó hacia la iglesia de El Salvador. Había poca luz, unos faroles viejos emitían un amarillento color vangoghniano y tenebroso. El viento ululaba cada vez más fuerte. Frente a él, la iglesia, ahora convertida en museo. Pensó que era un lugar bastante feo y que la guerra que provocaron sus paisanos era ya cosa del pasado, y entendió que soldados y mandos en situaciones difíciles actuaran con fuerza y disciplina, y más con un pueblo inferior, al cual se le tenía que reformar con las leyes de la república francesa.

La noche era terrible y cruel, apenas había luz entre las calles y el puente, bajo la Torre del Homenaje. Al pasar por el pequeño túnel que une esta torre con la plaza de armas, escuchó una gutural voz que procedía de la antigua iglesia.

–Ludovic, Ludovic…

Él, en vez de amilanarse, fue hacia ella y llegó hasta la puerta de la iglesia. Intentó forzar el cerrojo, dio golpes a la puerta…

–¿Quién me llama? –dijo, gritando.

Pero sólo el viento le contestaba con más viento. Asqueado y cansado, emprendió la marcha hacia la posada, la cual se encontraba al lado de las vías y en la parte alta del pueblo. Sus pensamientos iban encaminados hacia lo tonto que había sido yendo a este lugar sin motivo alguno, mas en su más profundo interior, la historia que le había relatado su abuela le traspasaba sin saber el porqué.

Al día siguiente, ya en el teatro llamado Montecarlo, las cosas parecían mejorar para Ludovic. Le gustó aquel teatro cine con capacidad para cerca de mil personas y pudo comprobar su excelente sonoridad. Leyó su historia y le agradó.

–Ludovic, es todo tuyo –le dijo sonriendo el director de la sociedad, el cual estaba muy contento de tener un francés entre sus músicos.

–Quiero empezar esta misma mañana –le dijo en un torpe castellano–. ¿Habrá alguien aquí para abrirme el teatro?

Esa misma mañana, Ludovic, subido al escenario y totalmente solo, comenzó a tocar obras de viola de Bach y de Malcolm Arnold.

Sin duda era un gran violista y lo sabía, y que llegaría lejos. Horas y horas tocando sin parar, el teatro vacío con ese olor a cerrado y las tonalidades ocres y rojas de los asientos, los palcos tan bien decorados, pero vacuos, notando Ludovic que su labor debía ser reconocida rápidamente, no en unos meses, unas semanas y a Valencia, y después a su país a triunfar. Para ello debería de esforzarse para superar las tres pruebas y salir de este agujero cuanto antes, aunque, pensaba, este teatro es especial, beau… También comprobó en los siguientes días la calidad de los músicos, cosa que no le gustó, pues tenía una idea diferente, aunque ya se le dijo en Tarbes que Valencia era líder en bandas y orquestas en España, y en concreto el pueblo a donde iba, pero él se rio y le dijo a su profesor, «no será para tanto, no será para tanto»… y se reía.

Llamaba a menudo a su madre por teléfono, mas ella no le comentó nada de la muerte de su querida abuela, quería que fuese feliz y triunfase en su carrera de músico, sólo eso le importaba, pero Ludovic notaba algo impreciso en la voz de su madre, que no quiso aceptar, siempre con excusas, que se ponga la abuela: no está ahora, ha salido… excusas que él empezó a descifrar en su interior y al tercer día dedujo que su abuela ya estaría en el otro mundo, pero con su mente racional y soberbia hasta los mayores límites, no quiso averiguarlo, qué más daba, tenía más de noventa y pico años y ya le tocaba. Hasta el amor por una abuela se acaba, pensó, pensó y pensó, sólo en tocar la viola.

En la cuarta noche de su estancia en la villa sucedió algo que le traspasó el alma. El teatro desierto, el viento afuera. Maldito viento y maldito pueblo, pensaba a menudo. Alguna ventana arriba mal cerrada le despistaba. Subió por las escaleras de caracol hacia el piso superior y después a la terraza. No tenía miedo a estar solo, al contrario, los ensayos con los músicos de la sociedad le aburrían. Entró al cuarto donde el tac toc tac toc le estaba poniendo nervioso. Al abrir la vieja puerta del cuarto de los trastos de limpieza notó un frío en sus brazos y manos que se extendió hasta el cuello. Después, entre la oscuridad de la sala, todo negro, vio dos luces rojizas al fondo. El olor a humedad y lejía le daba arcadas, y allí, en ese momento de su vida, vio a una niña con un largo camisón blanco y cabellos largos y negros que le miraba. Sus pupilas, ahora huecas, y su rostro óseo, decían su nombre… Ludovic, Ludovic, con voz quizás musical, sin producir miedo alguno.

Cerró la puerta bruscamente, un portazo fuerte que hizo temblar las paredes del viejo piso de arriba. Sin ponerse nervioso apenas, sin vacilar, bajó al escenario y siguió tocando su amado instrumento. No creía en fantasmas, o no quería creer, pero presentía que algo anormal le perseguía desde que salió de Tarbes.

Su corta vida, que iba acabar esa misma noche, era un sinfín de notas musicales que le traspasaban el cerebro y que se mezclaban con escenas que él no creaba, y le confundía. A menudo, y raudas, le aparecían en su mente imágenes de gente corriendo y gritando por el mismo sitio que visitó al llegar a la ciudad, la iglesia, el castillo, las calles mojadas de sangre, olor a pólvora y disparos, más disparos. Al sucederle esto, tocaba más y más, como un poseso, sobre todo piezas de Johann Baptist Wanhal, contemporáneo de Moncey, sin entenderlo, pues él prefería a Max Bruch o al mismo Haydn, pero se pasaba de una pieza a otra sin querer.

Un sonido hueco y aplastante le hizo girar la cabeza hacia la entrada, el escenario, la sala de butacas en semioscuridad. Se abrieron las puertas blancas de la entrada y apareció la niña del cuarto de arriba, que avanzaba hacia él tranquila y segura. Él siguió tocando, sudando y con el brazo y manos amoratados. La viola a punto de romperse y la música, con gran fuerza, inundaba la sala en un ambiente espectral y sublime. Las luces comenzaron a parpadear al son de las notas impredecibles de Wanhal, en concreto de su obra Sonata en mi mayor. Ya la niña a su lado, le observaba y miraba, miraba sin ojos la viola volar entre las manos del músico. Parecían Ludovic y la viola una misma cosa, un mismo ser que, como una mariposa, se deslizaba de aquí para allá en el escenario.

–Tenías que haber hecho caso a tu abuela y haber traído nuestra custodia que tu antepasado robó. 

Y repitió más de diez veces lo mismo aquella niña de camisón blanco.

–A mí me masacraron, mira los balazos en mi cuerpo. Sólo queríamos que no entraran en la iglesia, pero entraron los soldados y después de saquearla nos fusilaron en la puerta. Yo vi a tu antepasado, también llamado Ludovic, sacar la custodia de plata y esconderla en su mochila. 

La niña quería hablar más de lo que ocurrió aquellos días de junio de 1808 pero una muchedumbre de personas iban llenando el teatro, entrando por la puerta principal y puertas laterales. Personas de aquella época con trajes raídos y sangre en sus camisas, jóvenes con hoces y cuchillos, viejos con trabucos, niños famélicos… y todo esto ocurría sin que Ludovic dejara de tocar, con sangre ya en sus dedos, mientras las cuerdas de la viola saltaban por los aires. Una de ellas se le enredó en el cuello, apretándole lentamente. Cuando se sentaron los cientos de buñoleros masacrados aquellos días por las tropas francesas en las butacas empezaron a entrar los soldados y oficiales franceses, muchos de ellos también con sangre y zarpazos en sus trajes azules, heridas en cara y brazos, fusiles… Se sentaron en el otro bloque de butacas en un silencio sepulcral. Ludovic, viendo aquel sueño o realidad terrible y comprendiendo lo que le contó su abuela, agonizaba. Hubo un silencio corto, y entró en solitario un joven de pelo largo, alto, que portaba una custodia de plata. Ludovic enseguida comprendió que era su antepasado, pero la custodia no era real, la real la tenía en Tarbes y tenía que haberla traído, la que portaba su antepasado aparecía y desparecía como algo nebuloso que no quería que se viese en la oscuridad del pasillo.

Se apagaron las luces y las cortinas se abrieron. La pantalla del cine, del teatro musical donde se veían films, se iluminó, con un resplandor blanco y antiguo. Allí, Ludovic en sus últimos alientos pudo ver la película, el corto en color sepia de lo que sucedió aquellos días de junio de 1808, cuando unos soldados al mando de Moncey masacraron a una población indefensa, que ante todo defendía la parte alta del castillo y su iglesia, y su querida custodia de plata de los Condes de Buñol, mas supo antes de morir que lo pagaron caro, y que no pararían sus almas hasta recuperarla.

Epílogo. Este Teatro fue construido en tres años en lo que era un monte gracias al esfuerzo y aportaciones de los casi mil socios, estando considerado un monumento en la localidad. Fue inaugurado el 10 de abril de 1953. En sus excavaciones para los cimientos algunos obreros encontraron restos de armas y fusiles antiguos, quizás de la época de la Guerra de la Independencia, así como varios restos óseos que nunca se investigaron. Algunos historiadores apuntan a que después de la matanza de junio de 1808 muchos cadáveres fueron enterrados en ese monte, pues el cementerio se quedaba pequeño, pero son meras suposiciones.

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol histórico

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