Mi viaje de octavo de EGB a Galicia

Siempre es un placer acudir a la llamada de los amigos de asíesBuñol magazine, sobre todo cuando me piden que ponga en marcha mi particular máquina del tiempo refrescando recuerdos felices. En este caso, 30 años atrás, al viaje de fin de curso de 8º de EGB. 

Y digo 30 años porque, pese a que la excursión la hicimos en la última semana de mayo de 1995, el viaje nació en el inicio de nuestro último curso en el colegio San Luis, en septiembre del 94. Fue entonces cuando los tutores, María Ángeles Fogued y Felipe Veintimilla, nos anunciaron que a final de curso iríamos a Galicia y que el coste del viaje era de 27.000 pesetas, que desde ese momento podíamos ir adelantando con las aportaciones que cada uno hiciera de su bolsillo (allí fueron destinados ahorros de la paga de mis padres, aguinaldos, regalo de cumpleaños, las 2.000 pesetas que nos daba mi abuela cuando le doblaban la paga en Navidad y julio…) y lo que obtuviéramos de rifas y productos que vendíamos a familiares y conocidos (y desconocidos a los que parábamos en la puerta de los Bola 8 o en el Puente Nuevo): pegatinas con ese lema que me encanta de «Buñol, tierra divina por sus bandas, fuentes y la Tomatina»; camisetas; y pequeños botijos con ambientador presididos por el escudo de varios equipos de fútbol (Valencia, Real Madrid, Barcelona…).

Recogidas las 27.000 ‘pelas’, llegó el viaje. No me hace falta ni mirar el calendario del Iphone: salimos del ‘cocherón’ el lunes 22 de mayo de 1995 y volvimos el sábado 27. Venía yo de un fin de semana de fiesta porque mi hermana y sus amigas habían sido clavarias de San Venancio (esto, como el ‘cocherón’, no les sonará a los más jóvenes). Aproveché la cena en Venta Pilar y las reuniones familiares para recibir gustosamente todas las aportaciones dinerarias de los míos: «Esto para que te compres lo que tú quieras en Galicia», a lo que yo respondía con ‘besicos’ en mejillas que, en más de un caso por no estar ya a mi alcance, recuerdo con añoranza y nostalgia 30 años después.

El lunes 22, bien pronto, «cuando todavía duerme el sol» –como canta Sabina–, acudí con mis padres y una bolsa de deporte negra, que nos tocó en un sorteo en la zapatería de mi parienta Finín, cargada de ropa, víveres y, lo más importante, emoción y ganas de recorrerme España con mis amigos y compañeros del cole. Para mis padres también era especial: ahora lo pienso y era la primera vez en 14 años que iban a estar tantos días sin verme; y yo iba a pasar seis días y cinco noches (aquí es distinto a lo de Sabina) fuera de mi casa y lejos de mis padres y mi hermana. Siempre hay una primera vez. Y esta lo fue (ahora que soy padre, no quiero imaginarme cuando llegue el momento).

Allí estábamos preparados para poner fin con un largo viaje a otro mucho más largo que había empezado diez años antes con la señorita Paquita en preescolar. Mis amigos y mis amigas de siempre. Mis amigos de cuadrilla, que lo siguen siendo hoy, y mis amigas Marisa, Clarisa, Natalia, Julia, Ana, Virginia, Cristina, Esther… Habían sido muchos días juntos, muchos cursos, con sus correspondientes excursiones a Viveros, Museo Paleontológico, Vall d’Uxó, Toledo, Aranjuez y Cuenca (la primera vez que hicimos noche, en sexto). Pero esto ya eran palabras mayores: era el viaje de octavo y ¡a Galicia!

Iniciamos el viaje en el autobús de color marrón de la compañía Briz (mi amigo Canario todavía me recuerda que lo conducía el propietario, Juan Ramón) rumbo a Galicia que nos iba a llevar todo el lunes, con las paradas habituales en áreas de servicio (la primera, Motilla del Palancar) y aprovechando para hacer visitas culturales, como la que nos llevó al Palacio de Gaudí en Astorga. Hasta que, a última hora de la tarde, llegamos a nuestro ‘cuartel general’, el hotel Millán de Negreira, municipio coruñés en el que dormiríamos las cinco noches. Y digo bien, dormiríamos, porque sólo pasábamos la noche allí, el resto del día nos moveríamos por Galicia.

Las jornadas eran maratonianas. El primer día, A Coruña, con su plaza de María Pita, la Torre de Hércules (a sus pies me hice una foto con mi amigo Bollo) y nuestra admiración, como fanáticos futboleros, por Riazor, el estadio del equipo de moda en el fútbol español en ese momento, el Super Depor de Arsenio Iglesias, que un año antes se quedó a las puertas de su primera Liga (el penalti de Djukic) y unas semanas después de nuestro viaje le ganaría la Copa del Rey al Valencia en una final que, por la lluvia, se disputó en dos asaltos. 

El fútbol marcaba nuestra existencia en aquel tiempo –también hoy–. Así se explica nuestra obsesión por señalar cada uno de los campos que íbamos encontrando mientras atravesábamos Galicia en el bus. Todos ellos, aunque fuera de un equipo regional de la aldea más pequeña, con un color verde del césped bien regado de forma natural por las lluvias diarias que dibujaba un mapa completamente desconocido para nosotros, acostumbrados a ver los campos de tierra valencianos. Y más fútbol: nuestro mismo comentario diario cuando entrábamos y salíamos de Negreira, al pasar por la central lechera de la marca Feiraco, «la de la camiseta del Depor». Sí, hasta ahí llegaba la ‘futbolitis’ que nos llevó a comprar todo tipo de productos en el Mercado de la Piedra en Vigo. No se me olvidará la camiseta que se compraron mis amigos Joaqui y Remohí: una de las más bonitas que, para mí, ha vestido España, la del Mundial celebrado un año antes en Estados Unidos.

Ese día en Vigo, mi amigo Nacho ‘el de los piensos’ se compró un innovador reloj digital que servía de mando a distancia en los televisores, lo que puede suponer una faena para quien esté viendo la tele en un sitio público, como ocurrió en el restaurante del hotel cuando el bueno de Nacho dejó a varias decenas de personas sin ver el gol anotado por un chaval llamado Kluivert con el que el Ajax le ganó la Champions al Milán en ese mes de mayo. Una semana antes, el Zaragoza le ganó la Recopa al Arsenal con el gol de Nayim, que me cansé de ver en la revista Don Balón que compré en la primera parada del viaje (era el primer capricho que me daba con el dinero que había recogido para gastar en el viaje).

La de Nacho y su reloj es una de las muchas anécdotas que recuerdo. Como el flash de la cámara que se compró mi amigo Bollo, que se disparaba a cualquier hora de la madrugada despertando a mis otros dos amigos compañeros de habitación, Canario y Arturo. El juego que dio mi walkman, que era grabador y que se escuchaba en unos altavoces incorporados. Por él desfilaban decenas de cintas que portaba en mi bolsa-maleta: desde Barricada –mi banda favorita de siempre– a algunas cintas bakalao que me había grabado algún amigo mayor y que servía de unión para todos en el autobús, cuando negociábamos la paz los que queríamos poner rock y los que llegaron a quemar una cinta de Camela. No exagero: la pusieron tantas veces, hasta en el comedor del hotel mientras cenábamos, que terminó chamuscada. 

Con una banda sonora o con otra, el ambiente era muy bueno. Y disfrutamos de la visita al apóstol en Santiago de Compostela. Quedamos impresionados con la plaza Obradoiro, como con nuestro viaje en barco por la ría de Arosa en O Grove, viendo cómo Arturiño (el recuerdo de este nombre no es mío sino de mi querida amiga de siempre Natalia, que me lo refrescó hace unos días) cogía los mejillones que después desfilarían en varias bandejas entre el alumnado; la visita a la Isla de la Toja, donde compré una preciosa camiseta de Michael Jordan, que se unía a la que me había comprado por la mañana en Vigo de los Lakers, que en realidad era y es mi equipo de la NBA, pero es que Jordan era para los de mi generación un dios deportivo que estaba por encima de cualquier color, incluso el amarillo y el púrpura de los Lakers. De los que también ‘cayó’ una preciosa gorra morada que compramos en masa buena parte del alumnado. Ya ven, donde fuéramos, deporte. Aunque también había dinero para comprar regalos para mis padres, mi hermana, mi abuela y jabones y otros productos típicos de la Toja para el resto de familia. 

También le vino muy bien a ese grupo de críos y crías para encontrar regalos su primera incursión en el extranjero. Por primera vez, salíamos de España. Sólo fueron unos cuantos kilómetros, pero para nosotros cruzar al norte de Portugal fue como atravesar el Atlántico y aterrizar en América. La expedición aprovechó para hacer la compra típica de toallas y souvenirs con forma del típico gallo. Aunque yo recuerdo que aposté por un regalo que terminó siendo muy útil: como católica que es, le regalé a mi madre una figura de la virgen de Fátima muy peculiar, cuyo manto cambiaba de color (como ocurría también en el típico gallo) en función de la meteorología. Fue, durante muchos años, una referencia muy fiable en casa: «Hoy caerá agua porque la virgen está de color rosa o morado» y «hoy no caerá ni gota porque mira qué azul más fuerte tiene la virgen», fueron las predicciones en casa durante muchos años ante mi satisfacción recalcando una y otra vez: «Qué buena compra hice en mi viaje de octavo».

Un viaje del que, como estoy haciendo ahora, ya dejé constancia por escrito entonces. Y este es un recuerdo muy especial para mí vinculado a este viaje. A mis 14 años, el gusanillo del periodismo ya se había instalado en mí. Llevaba un año colaborando en Radio Buñol y en el periódico semanal La Red Pública, que dirigía un buen amigo llamado Máximo Huerta, que desde el primer momento apostó por las narraciones de un entusiasta niño que soñaba con ser periodista como él y le invitó a contarle a toda la comarca en el periódico visitas culturales al colegio, festivales, jornadas y, por supuesto, el viaje de octavo a Galicia. Y, además, siempre agradeceré a Maxi que, como tenía que utilizarlas para el periódico, revelase tan pronto las fotografías de aquel carrete de 24 comprado y puesto por la Mavi en aquella máquina que me habían regalado años antes por la Comunión.Tengo el sobre con las fotos guardado como oro en paño. Y de vez en cuando lo vuelo a visitar comparándolo con la facilidad que tenemos ahora para captar cualquier momento con una gran calidad y todas las facilidades que dan los teléfonos móviles. Entonces, tenías 24 fotos (si no se te montaba alguna cuando le dabas a la rueda tras disparar) y, como desconocíamos lo que era el zoom, buena parte de las fotos son a monumentos que quedan lejísimos, porque probablemente fueron hechas desde el autobús. Pero, para mí, son fotos de un valor incalculable, aunque aparezca tan lejos del foco como en la casa museo de Rosalía de Castro, en Padrón, un pueblo que yo tenía mucho interés en visitar por ser el de uno de mis comunicadores más admirados ya entonces y aún más después cuando tuve el honor de trabajar con él: Pepe Domingo Castaño, que nos acompañó en el viaje a mi amigo Bollo y a mí, que íbamos juntos en el autobús escuchando en mi walkman una cinta de 90 minutos que tenía grabada sólo con aquellos preciosos comentarios con los que Pepe Domingo cerraba cada noche El Larguero con José Ramón de la Morena, que ya dejaba en vela hasta la una y media de la madrugada a aquel niño que el día siguiente se levantaba para cursar octavo de EGB en el Colegio Público San Luis. Aquel niño que ahora tiene 30 años más, que ha hecho muchos viajes en esta vida, por placer y por trabajo, pero que nunca olvidará ni un solo detalle de su un viaje muy especial: el de octavo a Galicia.

Chimo Masmano Pérez
Periodista y ex-alumno del San Luis

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