En Bunyol. XI dies andados del mes de junyo de 1297.

Realmente el documento que leímos era un extracto resumido de la ratificación hecha en 1318 sobre otra ratificación anterior de 1308, siempre refiriendo un pergamino original de 1297. Son varias las consideraciones que lo hacen valioso. En primer lugar, apreciamos que está datado en Buñol, constituyendo así el primer documento escrito conocido datado en nuestra localidad. El original, sin duda, fue elaborado en pergamino y firmado por el titular entonces de la baronía, Pere Ferrandis d’Íxer, nieto del rey Jaime I. Probablemente lo hizo con su notario en las estancias del viejo castillo de la localidad principal del señorío. La datación crónica nos remite a mediados del mes de junio, el día 11, de aquel año de 1297. En años posteriores no será extraño documentar la presencia física tanto de los nuevos señores de la baronía como de los monarcas titulares de la Corona de Aragón. Tampoco es que proliferasen mucho por estas tierras sus señores, por tratarse de grandes magnates muy cercanos al poder monárquico, a menudo familiares directos, y seguro que andaban con agendas apretadas y atendiendo encargos de gran responsabilidad.

En segundo lugar, reconocemos en el contenido de la disposición su principal objeto: la prohibición del juego en un lugar denominado la «Alfondega» de Buñol. Señalemos que una alhóndiga (del ar.: funduq = posada, hostal) es un elemento característico del urbanismo andalusí y se trata de un edificio con función eminentemente comercial que podía concentrar actividades de mercado, almacenamiento, incluso restauración y hospedaje. Reconozcamos aquí la importante función de mercado comarcal que ejercía la villa con un ámbito de influencia limitado geográficamente pero que debió tener una trascendencia económica señalada. La alhóndiga de Buñol aparece también unos pocos años después en otro documento, señalando su ubicación junto a una plaza donde se reunía una asamblea de vecinos para aprobar un pacto con el señor y así lo recoge el texto de la carta puebla de 1300 en un texto en aragonés fácil de comprender: «en la plaça serqua l’Alfóndega de la dita villa suya de Bunyol».

En tercer lugar, además de estas informaciones sobre el urbanismo medieval (la plaza, la alhóndiga), volvamos al objeto de la orden señorial: la prohibición del juego. Como dijimos en un artículo hace años, la persecución del juego forma parte del celo señorial por el mantenimiento del orden, ya que, junto con la ingesta de vino de la que ya nos ocupamos otro día, era caldo de cultivo de disputas, bregas, peleas y toda clase de trifulcas en tabernas y también en este templo del comercio comarcal que acabamos de nombrar. Había que controlar las alegrías de una parroquia de infieles entregada con peculiar devoción al repique de los dados. No hay prohibición sin sanción aparejada destinada a quienes contravengan la disposición señorial. En la Edad Media la reclusión, la prisión, suele cumplir exclusivamente una función provisional, al suponer una carga para el encargado de la custodia. Hay sanciones en forma de castigos pecuniarios –multas– o corporales, y muy abundantes los que adoptan la forma de azotes, que son muy a menudo substituibles por una tasa pecuniaria. En nuestro caso, la sanción por desatender la orden señorial sobre el juego es severa e irremediable, lo cual la convierte en doblemente severa, conocido el hábito de remediar como decimos tarifando pecuniariamente las penas que resultan de las variadas «infidelidades», siempre con el piadoso ánimo de dar cobijo a las escasas monedas con que los infieles apenas pudiesen apostar.

La sanción recogida en el texto establece que al infractor «le sean dados sin ningún remedio cinquanta açots de pena», donde la expresión «sin ningún remedio» establece la imposibilidad de su sustitución por una pena pecuniaria. Apreciemos la dureza de la sanción, que no puede ser evitada con dinero, si además tenemos en cuenta que se trata de un castigo corporal muy duro: cincuenta azotes podían dejar muy maltrecha a la persona condenada. Con cifras algo superiores podían causar incluso la muerte.

Con seguridad y con el paso del tiempo, la pena corporal que nos ocupa terminaría siendo remediada en último caso con una sanción económica, como ocurría en la inmensa mayoría de sanciones, incluso en delitos tan graves como asesinatos.

En todo caso, ese celo del barón, que a menudo podemos asociar al efecto nutritivo que ejerce sobre los cofres señoriales, lo podemos también, paradójicamente, reencontrar en décadas posteriores cuando los señores, no sólo tolerarán las tafureries (las prácticas de juego), sino que las protegerán al convertirse el concurso de los tafurs en una especie de garantía de la supervivencia de unas alhóndigas en decadencia de su potencial recaudador como templos del comercio.

Manel Pastor i Madalena
Doctor en Historia Medieval

Instituto de Estudios
Comarcales de La Hoya de Buñol-Chiva

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