La historia del Horno «Chaparro», familia y tradición

La historia de un pueblo la forjan sus vecinas y vecinos, su cultura, sus costumbres, pero también se puede contar a través de sus comercios, de sus establecimientos. Estos no son más que el reflejo de la época. A través de ellos y de las familias que los regentaban también podemos saber cómo era el Buñol de aquellos años. Es el caso del comercio que nos ocupa: el Horno Panadería Chaparro, abierto en la localidad desde el año 1942 –en plena posguerra–.

Pero antes de contar la historia de este negocio, nos vamos un poco más atrás: ¿de dónde viene el mote de «Chaparro»? Para ello hay que remontarse al bisabuelo de los actuales propietarios –Clarisa y Vicente–. A principios de siglo los recursos en las familias eran más bien escasos y a los hijos se los vestía con la ropa que hubiese o que les prestasen. En este caso, al bisabuelo de la familia le tuvieron que arreglar un traje para ir a misa los domingos. Se trataba de un traje de chaqueta que tuvieron que adaptar a un niño de aquellos años – Y, claro, las mangas se quedaban largas, al igual que el pantalón, etc–. El caso es que el niño se quedaba muy «chaparro» para ese traje tan grande. La gente cuando lo veía vestido así le decía: «qué chaparrico estás con ese traje, que chaparrico». Y de ahí surge el mote de la familia «Chaparro».

Una vez puesto esto en contexto, hablamos ahora del horno como tal. Lo puso en marcha Antonio Sánchez Sáez –abuelo de Vicente y Clarisa– en el año 1942. Pero su primer trabajo no fue ese. Antonio trabajó en la fábrica de cementos hasta ese mismo año. Tal y como nos podemos imaginar, las medidas de seguridad en aquella época prácticamente no existían y fue debido al polvo del cemento, que Antonio quedó afectado de los pulmones. Dejó de trabajar en la cementera por enfermedad, pero había cuatro bocas que alimentar. Así que se reinventó y puso en marcha el horno junto a su mujer Carmen Morán Ferragut.

Hablamos de una época donde la hambruna provocada por la posguerra invadía cada rincón de España –bueno, cada rincón de las familias proletarias y trabajadoras, que eran la mayoría–. Los inicios del negocio fueron complicados. En muchas ocasiones Antonio traía la harina de estraperlo desde Chiva para poder hacer pan. Incluso tenía que sobornar a la Guardia Civil –siempre con algún pan, algún «bollico» o «pastelico»– para que hiciesen la vista gorda y esa noche no hiciesen redada por los alrededores del negocio familiar. A pesar de la situación de hambruna, Antonio y Carmen se esmeraban cada día por llevar el pan hasta las casas de la localidad. Lo hacían en burra para llegar a todas las partes del pueblo. También había quien traía el pan amasado de casa y en el horno lo cocía. Es decir, el horno en aquella época tenía tres funciones: expenduría de pan, cocción y lugar de reunión de la sociedad de la época.

Muy pronto el hijo menor de Antonio, Vicente Sánchez Morán –el padre de los actuales propietarios–, con 13 años se puso a trabajar con su padre. Ambos llenaban las cestas con el pan del día y lo repartían con su burra por todo el pueblo. Vicente enseñó tan bien a su burra que ella sabía en las casas en las que tenía que parar cada día, ya que el pan no se repartía todos siempre por las mismas casas. Ella se sabía el recorrido de la jornada y mientras su amo entraba a una casa, el animal ya lo esperaba en la siguiente para seguir repartiendo.

En el horno trabajaba toda la familia. Habitualmente los hombres trabajaban de noche y las mujeres por el día. Incluso cuando un miembro se jubilaba, como en el caso de Antonio, seguía trabajando. El abuelo lo hizo hasta el final de sus días. No faltó a su cita con el horno.

Algo en lo que coincide toda la familia es en lo generoso que era el abuelo Antonio. Como anécdota recuerdan que a las familias y personas que no podían pagar sus cuentas y se les anotaba la compra, les daba él mismo el dinero de la caja para que fueran a pagarle a su mujer y que esta no se enfadase. También se acuerdan que cuando su hija «Tonica» se iba a casar, como no tenía dote que ofrecerle, le dio esa misma lista de impagos para que fuese recaudando el dinero puerta a puerta y se lo quedase ella. No obstante, esto no llegó a término porque la propia «Tonica» se moría de la vergüenza de ir casa por casa reclamando algo que muchas familias no se podían permitir.

Una vez Antonio falleció, se pusieron al frente del negocio Vicente y su esposa, Isabel Ruiz Ortiz –»Isabelín»–. Vicente era el menor de cuatro hermanos, pero él, tras casarse con Isabel, se hizo cargo del horno. También estuvo trabajando durante muchísimos años la hermana de Vicente, Carmen Sánchez Morán, que fue un pilar fundamental para el negocio. Tanto Vicente como «Isabelín» se dejaron el alma trabajando. A las 19h comenzaban su jornada y la terminaban a las 12h del día siguiente. Hay que tener en cuenta que el horno «Chaparro» surtía de pan a toda la localidad, pero también a los grupúsculos poblacionales de los alrededores de Buñol, como por ejemplo Ventamina. Y es que, claro, antes con un poco de pan, aceite de casa y algo de embutido se podía mitigar el hambre de la época. Por eso el pan era un alimento tan fundamental aquellos años y no faltaba en ninguna casa.

Tiempo más tarde, comenzaron a pulular por ese horno un chiquillo y dos chiquillas que, como estaba mandado, ayudaban a sus padres. Clarisa, Vicente y Mónica, empezaron a hacer sus pinitos por el horno. Su padre les ponía un «basquet» para que pudieran llegar a la mesa donde se estiraba el pan que salía de la plegadora, para luego colocarlo en las tablas. Después estas se ponían en un carro y ahí fermentaba el pan.

Conforme fueron creciendo, vieron con sus propios ojos el sacrificio que exigía el trabajo. Mientras en verano sus amigas y amigos salían por las noches y disfrutaban de los fines de semana, ellos tenían que estar en el horno ayudando a la familia y sacando el negocio adelante. La familia inculcó desde muy pequeños a sus hijos la cultura del trabajo y la responsabilidad, una hoja de ruta que ha sido y es la guía del negocio actualmente.

Ahora son Vicente Sánchez Ruiz y Clarisa Sánchez Ruiz los que están a cargo del horno. Aunque bien es cierto que el camino de Clarisa tomó otros derroteros durante algunos años. Ella se licenció en Turismo y Relaciones Públicas y montó una agencia de viajes en Valencia. Sus jornadas eran maratonianas y casi no estaba con su familia. Cuando ella decidió ser madre, quiso estar cerca de sus hijos, criarlos como ella lo había hecho, y regresó a «su horno». De hecho, cuando en épocas de mucho trabajo, como Pascua o Navidades, sus hijos siempre están dispuestos a echarle una mano. Eso no se ha perdido.

Por su parte, Vicente acabó sus estudios de EGB y cuando su padre le preguntó por su futuro, dijo que quería trabajar. Él le respondió: «no te preocupes, que vas a trabajar». Empezó en el horno y estuvo allí hasta que se fue a hacer la «mili». Después de año y medio en aviación, retomó su profesión a tiempo completo. Fue ahí cuando empezó a estudiar y a investigar el uso de las diferentes masas madre que existían en cada país. El 24 de enero de 2013 fue cuando Vicente se hizo cargo del negocio familiar –así figura en las escrituras–. Su hermana se unió a la empresa dos años más tarde. Vicente –en su inquietud por saber más– formó un grupo de panaderos itinerante por España llamado «Los desPANcitos». Con este grupo querían poner en valor la elaboración del pan con tiempos lentos de fermentación. Recorrieron medio país demostrando la esencia del pan artesano, pero todo acabó con la pandemia.

Tanto Clarisa como Vicente mantienen los roles de antaño. Ella se dedica a las pastas y él al pan. Trabajan, siempre con masa madre y en horno de leña. Y, ahora, nos detenemos en esto último. Hablamos de la herramienta de trabajo: el horno. En este caso el del «Chaparro» era moruno. Se calentaba toda la superficie con leña. Una vez consumida, se retiraban sus restos, se limpiaba y quedaba lista para la cocción del pan, que se introducía en una plataforma giratoria. El actual horno es a gas y a leña –esto último le da un sabor único a lo que sale de ese horno–. Y ahí radica su éxito: en la calidad de sus productos, porque está basada en la tradición, en aquella cultura del trabajo que inculcó su abuelo a su padre y su padre a ellos y que a día de hoy siguen a rajatabla. Lo que más les satisface es cuando los clientes cogen un dulce o el propio pan y dicen: «sabe como antes» o «me recuerda a mi madre o a mi padre». Eso para ellos es el mejor halago que pueden recibir y lo que les hace seguir trabajando día a día. Ambos quieren reivindicar esos mismos valores de antaño, de las mujeres y los hombres que se dejaron los riñones, a pesar de que no tenían nada, para sacar a sus familias adelante y para lograr que sus hijas e hijos tuviesen un futuro mejor.

Por último, –con gran pesar– aseguran que el relevo generacional es complicado. Son conocedores de que este trabajo es muy esclavo y que las inquietudes de los más jóvenes han cambiado. No obstante, no se resignan y siguen reinventándose para intentar que su historia continúe ligada a la del pueblo de Buñol y a su tejido comercial.

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