La “hoguerica” de San Antón en la calle de los “Carboneros”

Viernes, salgo del colegio San Luis a las 17h y me dirijo raudo y veloz a casa porque en mi cabeza solo hay una cosa: la “hoguerica” de San Antón de mi calle. Yo vivo en Daoíz y Velarde, más conocida por la calle de los “Carboneros”. Nos contaban que hace muchos años allí se instalaron los profesionales de este gremio.

Me cuesta 10 minutos llegar a casa porque no me paro con nadie. Tengo una misión: ir puerta por puerta en mi calle, pidiendo a los vecinos trastos viejos o, en el mejor de los casos, algo de leña para nuestra hoguera del día siguiente. Le toco a mi vecino “Tuti”, me dice que me quede tranquilo porque él la bajará al día siguiente del monte. Me dice lo mismo Pepe “Rata”. Bajará con su remolque lleno de leña el sábado por la mañana del Monte de la Cruz. También le toco al “tío Moso”, que como viene todos los días con el carro y la “burrica” de la huerta, siempre nos trae algún “garbonsico” de leña. Otro de los puntos fijos es la casa del “tío Juan el Enterraor”. De ahí suelo sacar bastantes cosas. El “tío Juan” se dedicaba a la obra, con la ayuda de sus tres hijos Juan, Joaquín y Vicente. Entonces algún que otro tablón de andamio, ya deteriorado, siempre nos reservan para esa fecha.

En esta tarea no estoy solo, me acompaña mi hermano Pedro y también mis vecinos, Ernesto, David, Juan Luis, Gabi y Jovi. Ellos tienen sus armas para conseguir que de la “hoguerica” de la calle de los “Carboneros” se hablase durante varios días. A la misión se unen vecinos de calles colindantes, pero muy pegadas a la nuestra. Agustín y “la Costan”, Arturo –el nieto del tío Pepe– y mi amigo Christopher y su hermano Brian. 

Con todo en marcha es hora del batallón de madres, padres y abuelos. Unos se encargan de comprar el “avío” para la hoguera. Es decir, todo lo que nos vamos a comer. En definitiva: “la torrá”. Mi abuelo Vicente, nos da la“dasa” (maíz) para preparar las tradicionales palomitas o “rosas”, que nuestras madres – Toni, Chelo, Conchín y Carmen– y abuelas preparaban de las dos formas: dulces o saladas.

Llega el día de la “hoguerica”. La ponemos en la parte de abajo de la calle, cerca de la casa del “tío Rojo” –donde se nos colaban todos los balones, por cierto–. A las 16:30h mis vecinos, mi hermano y yo ya estamos preparados para sacar de las casas o de los garajes todo lo que hay que quemar. Nos damos cuenta, al instante, de que con lo que tenemos no es suficiente y nos llevamos un pequeño chafón. No obstante, a los diez minutos aparece mi vecino José Luis, con la Citroen C-15 y el remolque lleno de leña. Lo mismo, pasa con mi vecino Pepe, que a al rato nos trae cuatro o cinco “garbones”. Nuestra alegría es inmensa, porque hemos conseguido tener la hoguera más grande del pueblo, en una de las calles más pequeñas.

En torno a las 17:30h, cuando ya empieza a caer el sol, los vecinos prenden la hoguera. Nosotros estamos ansiosos de que ese fuego vaya menguando, ya que al principio las llamas son muy altas y no las podemos saltar. No obstante, hay alguno de mis vecinos más mayores, como Juan Luis o Ernesto, que se atreven a ir saltando. Luego va Gabi, detrás David y, por último, mi hermano y yo. Todos nos esforzamos en hacer el salto más espectacular, ante las advertencias y los gritos de nuestras madres. A mi se me quema un poco la suela de la zapatilla, a mi hermano le salta una “brasa” al pantalón. Mi vecino Gabi se quema las pestañas -al igual que la mayoría, por cierto-, a su hermano se le “socarran” las cejas y algo del pelo. Ernesto y David están a punto de saltar uno contra otro…Entre medias de los saltos, vamos a donde están nuestras madres a comer “rosas”. Unas las han hecho dulces y otras saladas, pero me da igual, porque me gustan ambas.

Ahora llega el momento más complicado. Las llamas están ya bajas y nosotros no paramos de saltar, pero hay que cenar. Los vecinos sacan las “grelles” y todo el embutido que se ha comprado. Mientras, seguimos saltando cuando no miran. Hasta que Pepe y “Tuti” nos echan un grito (serio) y se acaba la broma.

La cena es el mejor momento. Todos los vecinos alrededor de la “hoguerica” con su bocadillo y cenando en armonía. Nuestras madres y padres se cuentan cómo va la vida. Nosotros solo hacemos que recordar los saltos que hemos dado y quién ha sido el mejor de esa tarde. También pensamos en cómo vamos a contar a nuestros amigos el lunes, lo genial que lo hemos pasado en nuestra calle saltando la mejor hoguera de todas. Pensamos en detalles y cómo exagerarlos para que nadie nos pueda superar. Y también comenzamos a elucubrar que habría que hacer el año siguiente para mejorar. 

A eso de las 23h el cansancio comienza a hacer mella en nosotros, después de veinte mil saltos. Cuando lo único que queremos es acostarnos, queda un último paso: la ducha. Tu madre, por muy cansado que estés no te deja meterte en la cama con ese olor a humo que tira para atrás. Así que, con agua bien caliente, te tienes que dar con la esponja por todos los sitios. Detrás de las orejas, los dedos -que los llevas negros-, el cuello…Y una vez estás bien limpio ya te puedes acostar. Eso sí, lo haces con una sonrisa de oreja a oreja y con la satisfacción de que tu misión se ha completado como tú querías.

Años más tarde se incorporaron a la nómina de saltadores de hogueras más “chiquillos”. Iván, Ángel y Javier, hijos de mi vecina Loli y de mi vecina Paqui. Cuando pienso en aquellos años no puedo evitar que se me dibuje una sonrisa en la cara. También me invade cierta nostalgia, porque momentos como ese no creo que vuelvan a repetirse. No obstante, me quedo con el bonito recuerdo de que en la calle de los “chiquillos” -que así la bautizaron mis vecinas, porque no nació hasta más tarde ninguna niña- éramos una gran familia. Aunque he de decir que a pesar de que  los “chiquillos” nos hayamos ido, la hermandad entre vecinos sigue siendo la misma.  

A mis vecinas y vecinos de la calle Daoíz y Velarde.

Luis Vallés Cusí
Periodista

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