La leyenda de La Noche de Todos Los Santos

Venida del Norte de Castilla la Vieja, con acento extranjero, rubia, de ojos claros y tez blanca, parecía un hermoso ángel caído del cielo azul de noviembre.  Su lento caminar en la tarde vacía la hacía aún más bella. El monte de Buñol languidecía de melancolía entre bosques mediterráneos y pájaros adormilados. 

A lo lejos, el mar se veía como un trazo marino y rectilíneo que se esparcía entre los dorados árboles.

–Vaya, primo, este paisaje de tu país me emociona. En mi landa sólo hay praderas y caballos.

–Me alegro que te guste, Beatriz, pero espera a ver la caza de hoy y esta noche en la cena comentamos. 

Alonso se alejó a toda prisa, con la escopeta sobre su espalda, como si de un mohicano se tratase. Los rastreadores habían localizado un jabalí y toda la Partida del Coronel era un hervidero de voces y disparos.

Beatriz se tapó los oídos, aquello le parecía insoportable y tuvo que agazaparse entre aliagas para que su cerebro no lo relacionase con los bombardeos de su querida ciudad, Munich, cuando fue casi toda destruida. Los disparos le dolían como punzadas en su corazón frío pero fuertes.

–Alonso, Alonso –gritó. 

La tarde ya estaba de caída, y su primo, al escuchar su llamada, corrió a su encuentro.

–Primo, quiero marcharme a la casa ya, estoy muy cansada, se está haciendo de noche.

Él, sin llevarle la contraria, hizo una señal a todos y fijó el retorno a la casa, al enorme caserío entre los pinos y enormes pedruscos que formaban figuras a veces humanas. Las Moratillas, como se llamaba ese lugar, y en esa época del año, era de terreno frío.

Alonso estaba contento con la pieza que había abatido, un jabalí de los más grandes cazados en ese año. Todo era alegría y conversaciones entretenidas a la vuelta. Ya la noche entraba, la noche de Todos los Santos, de difuntos y ánimas, les esperaba. El fuego de la chimenea, las luces, más que luces, cuadros barrocos de fuertes amarillos y ocres, el bullicioso ambiente de la mesa, contentos de la pieza cazada. En fin, una cena de campo. 

Afuera, ajeno a todo, el viento de brumario ululaba como lobo acechante. La ojivas de las ventanas temblaban al son de un espacio que era devenir de otro tiempo. Por esto, algunas de las personas allí presentes, incómodas con aquella fiesta, se apartaron con cautela, y, frente a la chimenea, rezaban oraciones por los muertos.

Beatriz, al ver a aquellos hombres orar y santiguarse, comprendió y entendió que aquel país no le convenía, tierra de supersticiones y falsas creencias que habían traicionado sus ideales más altos. Como un relámpago en la tranquila noche, le vino una idea, más bien una grave intención para demostrar el valor de su débil primo, pensó.

–Alonso, ofrece un poco más de vino a esta extranjera –su voz maliciosa dejaba entrever de donde venía–. Alonso, ¿te acuerdas de mi sombrero verde oscuro con la reseña de tu bandera y pluma de ganso que me regalaste el mes pasado?… –Las vidrieras dieron un gran golpe y ella se asustó, pero continuó–. ¿Si? Pues lo he perdido hoy durante la cacería.

Alonso, ahora viendo ya el mensaje salido de aquella hermosa dama, sintió un escalofrío punzante. 

–Beatriz, querida prima mía. Ya sé que pasaste mucho en la fallida guerra y que tu estancia en estas tierras parecen no agradarte, pues nos consideráis inferiores y débiles… pero aquí se celebra con mucho respeto esta fecha, pues se recuerda a todos los difuntos y se les da culto con gran devoción. Rezamos por ellos. No me hagas salir esta noche a los lares de la Muerte.

Ella no pudo contener su risa y explotó en carcajadas. Alonso no pudo más, se levantó de un brinco y fue a por sus armas. Salió corriendo y se oyeron sus pasos alejarse en la noche ya cerrada. Beatriz suspiró y se llevó la mano a su pecho, como diciéndose, que grande soy yo y mi país. 

El monte en la noche más profunda gemía entre ánimas desoladas que buscaban su refugio entre las personas aún vivas. Beatriz estaba plácida en su habitación, cuando una puerta se abrió. Se había dormido, pensando que su primo habría vuelto y entrado por la puerta de la cocina. De todas formas, ¿que más daba?, pronto retornaría a su patria.

De nuevo escuchó otro ruido, ahora muy cercano, se asomó por la ventana, y pudo divisar grandes pinos observándola y la luna iluminando el bosque.

–Bah, no voy a creer yo también las historias de fantasmas de estos españoles –pensó.

Y se durmió. Mientras, la Noche de Todos los Santos de aquel año de 1947 pasaba entre sus hermosos ojos teutones. El tiempo se desgarraba y se detuvo entre almas y suspiros de las paredes de la casa. Se despertó, y vio un hermoso sol que se esparcía por la confortable habitación. Y vio, sobre la cama, su sombrero de caza verde oscuro con pluma de ganso, y en él, varios agujeros, agujeros de disparos y sangre, sangre. 

–Alonso, Alonso –gritó antes de caer sobre la alfombra de jabalí de la alcoba.

A mitad mañana trajeron el cuerpo de Alonso, sin sus armas, y acribillado a disparos. Dicen los rastreadores y cazadores que fueron al lugar la noche siguiente, Noche de Ánimas, que entre los matorrales y a poca distancia salieron varios hombres. Eran como cadáveres vestidos de soldado que les dispararon y aullaron en la noche grande de terror y que una mujer rubia les dirigía y que se salvaron gracias a que cayeron por un barranco. Los perros fueron acribillados y un enorme incendio asoló todo lo que antes se llamaba Las Moratillas.

Ya nadie se atreve a ir a estos parajes, salvo un pastor que un año después pasó por allí sin saber lo ocurrido. Antes de morir describió que una mujer rubia flotaba en el aire mientras el fuego asolaba todo el monte. Y que escuchó ruidos de motores y un gran estruendo, como si se abriese la tierra a sus pies. Y la mujer, que le enseñaba un extraño sombrero a lo lejos, mientras lloraba sin cesar, gritando un nombre que no sabría decir, algo así como Alonso o Alfonso. El pastor, entre lamentos, dijo que era un ánima en pena. Seguro.

En Buñol, a noviembre de 1947.  Todos los Santos.

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol histórico

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