Nueva percepción

Aún faltaban unos días para Todos los santos, pero yo me había acercado hasta el cementerio con la intención de cambiar los fondos de plástico de las jardineras de la lápida de mis padres y, como no estaba segura de su tamaño, me pareció buena idea recoger una de ellas para comprarlas exactamente iguales.

El cielo estaba muy encapotado y se me había olvidado traer un paraguas. Temiendo que en cualquier momento comenzara a llover, apresuré el paso y me adentré por las estrechas calles sin cruzarme con nadie, pues al parecer la gente había sido más sensata que yo y no había acudido a aquel lugar ante la amenaza inminente de un fuerte chubasco. Y, encima, yo me había acercado al cementerio andando y este quedaba un poco alejado del núcleo del pueblo. El autobús aún tardaría un rato en pasar por allí, por lo que, si comenzaba a llover fuerte, me vería en un apuro.

Efectivamente, como si mi pensamiento hubiese atraído tal hecho, la lluvia comenzó a caer, primero suavemente, como un aviso, ya que el cielo se iba ennegreciendo por momentos amenazando fuerte temporal. Yo estaba a bastante distancia de la puerta y no me apetecía mojarme por el camino, por lo que opté por refugiarme pegada a una pared que estaba protegida por un pequeño tejado. El sitio era respetado por la lluvia y además el aire la llevaba al otro extremo. Igual que yo debió de pensar la muchacha que corría a resguardarse allí.

–¡Hola! –saludé.

–¡Hola! –contestó.

–Tú tampoco llevas paraguas –comenté al constatar aquel hecho.

Ella sonrió y su sonrisa iluminó su cara. No era una chica lo que se dice guapa. Además, llevaba aquel feo piercing en la nariz y un largo tatuaje le asomaba por la minifalda atravesando su pierna de arriba abajo e iba a perderse en las botas militares que calzaba. Supuse que aún llevaría algún tatuaje más debajo de la ropa. La chica también llevaba un jersey rojo tan corto que le dejaba al aire el ombligo y una cazadora de piel o símil de piel, no sé, ahora hacen esas prendas con tanta calidad que me es difícil distinguirlo a simple vista. Pensé en lo absurdamente que se viste la juventud de ahora. Pero la chica parecía simpática.

–Me llamo Lola –me presenté.

–Yo soy Isabel, pero todo el mundo me llama Lisbeth.

–Me imagino por qué –sonreí.

Con su oscura melena mal cortada, su pálida cara límpia de maquillaje, excepto los castaños ojos circundados de negro, sus tatuajes, su piercing, su vestimenta y su delgadez, parecía realmente la Lisbeth de Millenium.

–¿Tienes a alguien aquí? –me sonrojé al darme cuenta de lo absurdo de aquella pregunta– ¡Pues claro! Todos tenemos a alguien aquí. Que pregunta más tonta he hecho.

La chica me premió con su bonita sonrisa. No dejé de pensar que se volvía guapa cuando sonreía.

–¿A quién tienes tú? –preguntó ahora ella.

–¡Uf! A mi edad, mucha gente. Amigos de juventud que murieron demasiado pronto. Otros amigos de mucho después, familiares, vecinos… Demasiada gente. Pero ahora he venido por mis padres. Se acerca el día de Todos los Santos y quiero que su tumba esté arreglada.

–Les hechas de menos –no fue una pregunta por su parte, sino un hecho constatado.

–Sí –reconocí–. Todos los días. Y eso que hace muchos años que fallecieron. Hecho de menos sus brazos, su conversación, su compañía… ¿sabes? Hablábamos mucho de todo y a ellos les gustaba contarme cosas de sus vivencias y hechos que habían conocido. ¡Ojalá les hubiese escuchado con más atención! Ahora añoro sus historias.

–Tuviste suerte de tener esa bonita familia. Mis padres se separaron cuando yo era muy pequeña y antes ya incordiaban con sus peleas. Estaban tan metidos en sus problemas que se olvidaban de mí. O lo que era peor, a veces me utilizaban como arma arrojadiza contra el otro –me lo dijo serena, pero la tristeza rezumaba en sus palabras–. Luego rehicieron su vida cada uno por su lado, pero yo no le caía bien a ninguna de sus parejas y me fui a vivir sola antes de cumplir los dieciocho años.

Lo decía sin darle importancia al hecho. Como si lo que contaba fuese lo más natural del mundo. Y a mí se me encogía el alma al notar la tristeza oculta tras sus palabras.

– ¿Y qué fue de ti? –quise saber.

–Me fui a Madrid con unos amigos, me gané la vida cuidando niños, limpiando casas y de camarera. Ese es el último empleo que he tenido. No me ha ido tan mal –me dijo, contestando a la preocupación que sin duda leía en mis ojos–. Siempre hay trabajo para alguien que de verdad quiere ganarse la vida. Y ser tan joven como yo es una ventaja.

Me admiró lo valiente que era y cómo afrontaba la vida sin una sola queja. Era un encanto de chiquilla y yo pensé que me hubiera gustado tener una nieta como ella. Amo mucho a los dos diablillos de mis nietos, pero una chica como aquella me hubiera colmado de felicidad.

–Parece que está dejando de llover –comprobé  no sin tristeza, ya que estaba pasando un rato muy agradable al lado de aquel encanto de joven–. Será mejor que aprovechemos para volver a casa antes de que le dé por llover fuerte otra vez.

Las dos caminamos con paso rápido hacia la puerta principal del cementerio, donde yo salí fuera y ella se quedó en el dintel.

–¿No vienes? –Pregunté extrañada al comprobar que no me seguía.

–No. Me quedan cosas que hacer por aquí.

–Como quieras, pero no te demores mucho porque puede llover otra vez y ya es muy tarde. No tardarán en cerrar este sitio.

–No te preocupes –contestó con su habitual dulzura.

–Bueno, pues yo me voy. He pasado un buen rato hablando contigo, Lisbeth. Ya nos veremos por ahí si te quedas por el pueblo –me despedí.

–Yo también me lo he pasado bien. Me alegro de haberte conocido, Lola. 

La dejé allí agitando su mano en señal de despedida, le sonreí y me marché caminando ligera por miedo a otro chaparrón y, justamente cuando entraba en mi calle, empezó a caer el agua con fuerza. Pensé en Lisbeth y en que debería haber vuelto al pueblo conmigo, así corría el peligro de coger un buen resfriado si se mojaba.

Al día siguiente una noticia que leí en Facebook me dejó conmocionada. Revisando las noticias del día encontré en el muro de una conocida que le daban el pésame por la muerte de su hija de diecinueve años Isabel, muerta en un accidente de coche. Unos conductores borrachos la habían atropellado al salir ésta a altas horas de la noche del bar donde trabajaba. Sus apenados padres (decía el escrito) la habían traido desde Madrid para enterrarla en el cementerio local. La chica, al parecer, había fallecido ya hacía algunos días y la gente seguía dando el pésame a la familia. La foto que había de aquella chica era la de la Lisbeth que yo había conocido en el cementerio.

Yo sentí que un cúmulo de emociones me embargaba. Sentía al mismo tiempo estupor, pena por aquella joven vida perdida, dolor de haber perdido una amiga, aunque apenas la conocí y de la manera más extraña, rabia por la hipocresía de aquellos padres que ahora se manifestaban tan apenados…sentí de todo menos miedo. Por el contrario, me sentí agradecida  de haber conocido a Lisbeth. Aunque fuera después de muerta.

Karmen Mas Cervera
Aficionada a escribir relatos

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