Lobos

El lobo ibérico (Canis lupus signatus) puede considerarse como una subespecie endémica de nuestra península. Se trata de un lobo de tamaño mediano, de forma que los machos pueden medir hasta setenta centímetros de altura y pesar hasta cincuenta kilogramos. 

Su pelo se caracteriza por las manchas oscuras de la cola, parte anterior y cruz. De su pelaje deriva el nombre con el que se le designó. Originariamente, poblaba toda la península, pero la actividad humana y su insistencia en acabar con un depredador considerado muy peligroso lo ha dejado reducido a nichos muy pequeños, en su mayor parte, muy fragmentados.

El interior montañoso de nuestra comarca, con sierras calcáreas –donde no escasean las cuevas y abrigos– como Malacara o la Cabrera, resultó un hábitat apropiado para que este animal prosperase. Y lo hizo durante siglos, mientras se conservó la masa boscosa que albergaba animales salvajes y también domésticos, presas que permitían sobrevivir al lobo. No obstante, sus condiciones fueron cada vez más precarias por la antropización del bosque y también por la sistemática persecución de que era objeto y que se evidenciaba tanto en una legislación ad hoc como en los premios o recompensas que recibían los loberos o cazadores de lobos. La persecución sistemática dio sus frutos, al culminar con el exterminio del lobo. Su presencia se puede constatar hasta el siglo XIX, cuando se cazaron los últimos ejemplares.

Ignacio Latorre Zacarés, con documentos custodiados en el Archivo de Requena, ha podido documentar la actividad de loberos de la Hoya de Buñol en la Edad Moderna. Mayoritariamente, pero no exclusivamente, eran moriscos que transitaban los montes en el ejercicio de sus profesiones. Hacia 1602, Baltasar Çabali, morisco de Buñol, recibió la recompensa estipulada por la caza de un lobo. Otro morisco que, en dos ocasiones, se hizo acreedor del premio fue Gaspar Daquir; un tercer morisco de Yátova (apellidado Perrín), se incluye en el listado de cazadores de lobos. 

Entre los recompensados también figuran cristianos, como Miguel Corachán (de Siete Aguas), que presentó el pellejo de sendos lobos muertos en los años 1603 y 1605. Antón Martínez recibió 4.624 maravedíes por los lobos grandes y pequeños que mató en la mojonera que separaba Requena de la Hoya de Buñol. 

Hasta bien entrado el siglo XVIII, la presión demográfica se contuvo, pues la población tardó mucho tiempo en recuperarse de la sangría que supuso la expulsión de los moriscos. Que, hasta entonces, la presencia del lobo todavía era significativa en los bosques de nuestra comarca parece fuera de dudas. Las Ordenanzas Municipales de Cheste, redactadas en el año 1738, reservan un artículo (el número 45) a la caza del lobo. Veamos su contenido: «Establecemos, estatuimos y ordenamos que, por cualquier lobo muerto que traiga al lugar, se haya de dar, esto es, si es vecino del lugar y le mata dentro del término, diez reales y, si le trae extranjero, dos reales por cada un lobo y, si fuere lechigada [camada], se le pague lo mismo por cada lechigada».  

A medida que la demografía se recuperaba, también se incrementaba la presión sobre el bosque. Desde la segunda mitad del siglo XVIII, su estado empeoró considerablemente, a consecuencia de la tala desmedida del arbolado y por las quemas deliberadas. La roturación de tierras y el retroceso de la ganadería, así como la persecución sistemática, hicieron cada vez más difícil la supervivencia del lobo.

En el caso Buñol, los últimos lobos que hemos podido documentar fueron capturados en junio del año 1838. En esta ocasión, un cazador oportunista logró apresar –con vida– a tres lobos pequeños, de cría. Optó por sacar provecho de su fortuna, de manera que los lobeznos fueron conducidos a Valencia y expuestos en la posada de Cinteros, en la plaza del Mercado. Los curiosos podían ver los cachorros de lobo, previo pago del módico precio de tres cuartos por persona.

Federico Verdet Gómez
Director I.E.C. La Hoya Buñol-Chiva

Instituto de Estudios
Comarcales de La Hoya de Buñol-Chiva

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