Los Titanes

Aquellos días fueron los últimos días, ya no se supo más de lo que ahora conocemos como mundo actual, cada uno lo pasó como pudo antes de desaparecer… habían llegado Los Titanes.

No caben las preguntas ni las respuestas ante ciertos hechos, sólo cabe esperar, escuchar el rechinar de tus dientes y ver como el miedo te colapsa el cuerpo. Tu ser es una barra de hielo a punto de derretirse pero no sabes como, si con fuego o con hierro. Eso era lo que se podía ver y oler en todo el paisaje que mi vista abarcaba, fuego y hierro. 

A la espera de una especie de juicio final, la gente esperaba sin más un fatal desenlace. Sin comunicaciones ya, sin energía y habiendo retrocedido cinco décadas o más, se temían el jaque mate pero no presentían el cómo ni el cuándo. La incertidumbre era tal que la única función, la única vida o el trabajo era mirar hacia el oeste. Todo el día y noche mirando al oeste. Yo me instalé en el monte llamado Alto Jorge, de donde divisaba también el este y el sur.

El frío viento rasgaba mi cara. Ya ni los pinos, ni las rocas imponentes, ni algunas familias huyendo hacia el mar, me sorprendían, tampoco las aves que migraban desde el oeste hacia otros lugares sin rumbo. La única certeza era la espera, la Gran Espera.

Sin unidad y sin orden cada uno se arreglaba como podía, el pueblo como tal había desaparecido en cuanto a vida, la mayoría había huído por vías o carreteras hacia un final más cruel, más cierto, más fácil para ellos, los cuales estaban por venir de un momento a otro. ¿Para qué huir si ya estaban tan cerca?

Por las mañanas,al acercarme al Puente Natural y Carcalín a por agua, notaba en el suelo sus grandes tumbos, sus huecas pisadas ya a pocos kilómetros. Un sonido gutural y hueco salía de la lejanía perdida y se te clavaba en lo más profundo. Los últimos días los temblores en los túneles eran constantes y mucha gente allí escondida salía corriendo hacia ningún sitio, gritando como locos o despeñándose hacia los Peñones.

No sabían, no querían admitir nuestro sino. Sólo una palabra había en nuestro vocabulario, la espera, la Gran Espera. El cielo azul de la tarde, las aves ya en numerosas bandadas atravesaban el monte, incluso jabalíes y cabras se lanzaban al río presas del pánico que nosotros todavía no captábamos.

Aquella tarde sin calendario, sin nombre –sólo sabía el mes, quizás abril–, era el principio del fin.

Recordé trazas de mi infancia entre espadas de madera y escudos de cartón, arcos y flechas al aire de la juventud que ahora se iba a desparramar entre aullidos y fuego, fuego y hierro como un volcán o un terremoto. Sólo había que aguardar un tiempo.

Un tiempo finito y enloquecedor. Quizás un bombardeo hubiese sido mejor, o una invasión contra la cual te defiendes. Esto era diferente y atroz, las guardias ya no eran necesarias entre los habitantes. 

Aquella tarde de abril se escuchó un trueno ensordecedor, la tierra tembló, el mar a lo lejos apenas se veía de la niebla, un fuerte olor a tierra quemada te hacía vomitar, el cielo se tornó rojo y morado. Subí a la colina más alta y derecho les miré de frente. Como desafiante ante aquellas gigantescas moles, ante aquellos monstruos que arrasaban toda la montaña. 

Miré por última vez allá abajo, la Jarrica y un jabalí que se ahogaba emitiendo alaridos, un hombre desnudo y despavorido saltando entre las rocas y al final cayendo al agua del charco pidiendo auxilio, y en la lejanía un avión que se incendiaba ya alcanzado por la desgracia, por la destrucción, por la nada, por… Los Titanes.

Yo espero que la tarde caiga pronto mientras bajo mis pies se abre este Monte que tanto quise. Ya por el horizonte se vislumbran sus enormes cabezas oscuras, quizás pueda verles el rostro si aguantan estas colinas ante el fuerte golpe ante la furia infernal de estos Titanes. Miro por última vez el ocaso, tras sus enormes figuras.

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol histórico

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