A tumba abierta

Nunca podía haber imaginado que un simple WhatsApp me hubiese cambiado la vida, incluso llegar a la muerte.

Una tarde de Brumario, estando leyendo en mi buhardilla viejos libros del Nicromante y sus leyendas medievales entró en mi móvil un mensaje que nunca debí haber abierto, pero como somos hijos de las nuevas tecnologías, lo miré. Pude comprobar que lo remitía un número para mí desconocido, muy largo, con el treinta y cuatro delante. Abrí el archivo que llevaba, de forma mecánica, como se abren normalmente los whatssapps, sin pensar mucho. 

Entonces ví la foto. Tuve que ampliarla para creer lo que se presentaba ante mis ojos. Era yo, más joven, con un grupo de personas desconocidas, mirando algo, hacia el suelo, rodeado de tumbas. Era un cementerio. Mis ojos miraban hacia el que con el móvil nos fotografiaba, pero, si yo era más joven, en aquella época sólo existían cámaras de fotos. 

Se me cayó el móvil al suelo, un escalofrío irrumpió en todo mi ser. No podía pensar, me quedé en blanco. Estábamos ante una tumba, una tumba abierta. Y no parecía un montaje ni un trucaje, parecía real, y esto me asustó más. Llamé al número de teléfono que se veía sobre la foto. Nada, no sonaba, ni señal.

Cogí, tembloroso, el aparato, y volví a ver la foto de nuevo. Esta vez la amplié para ver los rostros de los otros individuos, pero no conocía a nadie. Entre los colores oscuros de la fotografía hecha con móvil, pude comprobar una cosa, estaba hecha en el cementerio de mi Villa. Pude ver difuminado el Ángel del Silencio a lo lejos, como custodiándonos, y observando. Estábamos en el cementerio de Buñol, sin duda alguna. ¿Cómo podía ser? 

¿Qué hacía yo allí con estas personas? Me pregunté. Sin duda era yo, aún recuerdo el jersey granate que me deshice hace años, y aquellos zapatos ocres que nunca se ensuciaban. Mis facciones con más de veinte años menos…

En la foto se podía apreciar la noche cerrada y que debía hacer frío. La tumba, en el suelo, no se distinguía, sólo algunas lápidas y cruces que nos rodeaban.

Sin más dudas, a toda prisa, cogí el auto y me dirigí al cementerio para poder localizar aquel lugar, con móvil en mano. La tarde se cerraba sobre mí, pero aún llegaría a tiempo para entrar en el campo santo y aguardar a que lo cerrasen y poder investigar.

Ya dentro, cerrado y en plena calma y oscuridad, estaba en el sitio exacto de la reunión. Pude enfocar mi móvil y hacer una foto en la cual se podía ver el mismo sitio pero sin gente. El Ángel del Silencio me observaba en la lejanía. El silencio era total y sólo tenía la luminosidad de los faros de las paredes del exterior. A lo lejos la Villa se divisaba como un gusano naranja. 

Pero, ¿dónde estaba la tumba? De pronto, una reflexión me heló la sangre. No era de hace veinte años la foto, sino hace cuarenta. ¿Cómo pude fallar en algo tan simple? Entonces caí en la cuenta de que estaba perdido, era una trampa. Y pronto sabría su final.

El viento hizo presencia, un silbido extraño surcó todo el recinto, y la linterna que llevaba no daba más de sí, la semioscuridad me rodeaba. Alguien se acercaba, las pisadas crujían en la grava y cada avance hacia mí era el fin. No cabía duda de que era una secta que utilizaba esas fotos para atrapar a la gente, mas ¿cómo pudieron hacerme esa foto sin estar yo allí?

–Sencillamente, porque sí estabas –sonó una voz hueca a unos metros.

Traté de salir de allí como una flecha, pero por donde pensaba huir había más, los de la foto ya me rodeaban. Ahora, no sé de donde, se escuchaba a lo lejos el tañer de unas campanas.

–Es media noche y has venido. Escucha el tañer de la campana.

Tragué saliva. Ahora estábamos como en la foto, mirando una tumba en la tierra. Todo igual, pero ahora sí había una tumba y estaba abierta.

Sentí el olor a tierra mojada, pero no ví la lluvia. Ni las escaleras que bajaban desde el mármol quitado de esa fosa, de ese panteón que ahora se presentaba ante mí.

–Baja. –dijo el que hablaba, el hombre desconocido más mayor.

–Nosotros lo haremos después. 

–¿Quienes sois? –acerté a preguntar.

Pero sólo el viento contestó con aullidos mi nombre.

Aquel día, todos bajamos hacia unos fríos pasillos y hacia un inframundo. Aquellas personas, aparentemente normales, me indicaron que sólo algunos bajarían. Ya era imposible dar marcha atrás, era un laberinto de mármol y estatuas, de gélidos corredores sin salida.

Se fueron quitando sus ropas, también sus máscaras, quizás su piel humana. Ahora ya sabía quienes eran, y qué querían. Los libros que portaban los delataban, su idioma también.

Sólo quedaba rezar por mi alma.

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol histórico

Share This Post

Post Comment

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.