Cuentos del Castillo: La increible batalla entre moros voladores y cristianos aragoneses bajo el mando del vasallo Hugo de Folcalquier acaecida en la alcazaba castillo de Buñol

«No es una alcazaba, es una fortaleza que asusta al enemigo…»
Al Mansur,  «el victorioso».

–Mira hijo, las tropas cristianas de Hugo de Folcaquier, de la Orden de San Juan de Jerusalem y general de Jaime de Aragón, nos acechan. Mejor dicho, estamos rodeados.

Así, amaneciendo, aquel día de mayo de 1.247, fecha nuestra, no musulmana, se despertaba la fortaleza de Al Bunyul. El alcaide, junto a su hijo, observaban desde la Torre de Homenaje el movimiento de tropas. Los colores rojos y gualdas entre banderines verdes se movían de un lado para otro en la zona baja de la población. Sonaban clarines y trompetas, y gritos de guerra entre soldados que ya veían la conquista de Valencia cerca.

Dos águilas surcaron el cielo azul emitiendo sonidos agudos. Después, dos halcones.

–Mira, hijo, buen presagio.

Pero su hijo estaba atemorizado y le sudaba la mano, apretando la lanza, estrujándola.

–Vaya, hijo, ¿qué temes? Alá está hoy con nosotros, y mira quién también.

Se volvió y aparecieron cuatro persas vestidos de negro. Sobre sus cabezas, una espesas bolas de alquitrán y turbantes metálicos. Eran los hombres de Abbás Ibn Firnas, el moro volador de Córdoba. 

El hijo mayor de Al Mansur vio cuatro hombres con alas negras sobre sus espaldas y una cola entre los pies, además de una mochila cargada de bolas y con fuerte olor a a azufre.

–Estos soldados de Firnas, nuestro general del Califato, nos harán vencer sobre los invasores. Yo, Al Mansur, lo prometo bajo esta torre.

Olía a pólvora negra. El hijo no sabía qué era lo que tenía delante. Cada vez más asustado, echó mano a la espada curva y gritó:

-¡Alá es grande y esta tierra nos pertenece!

Al oir las tropas cristianas el nombre de Alá, se enervaron y empezaron a lanzar flechas y lanzas desde la llanura, matando a varios centinelas de las almenas de la puerta. La caballería de Hugo, vasallo de Jaime de Aragón, se encabritó de tal manera que en unos minutos estaban bajo la torre de Al Bai. Allí, casi pueden contener tan temible estampida, gracias a los arqueros magrebíes que doblaban su puntería.

Al Mansur, viendo que había que darse prisa ante tal ejército, dio orden a los persas, los moros voladores, para que se lanzasen cada uno desde una torre. El primero se lanzó y planeó sobre todo el valle, como un halcón de Arabia. Los arqueros de montaña tensaron sus arcos, estaban en primera fila, pero no llegaron a soltar la cuerda del arco, porque un mar de fuego les cubrió. El primer moro volador, en una pequeña mochila que portaba en su espalda, había derramado sobre la primera línea enemiga más de diez bolas de pólvora y azufre más alquitrán. El infierno y estupor se desató sobre los cristianos, que huían hacia los árboles del río, los cuales fueron alcanzados por dos bolas o medfaa y ardieron como antorchas, cayendo sobre los caballos y mulas, y los lanceros.

Los tres restantes moros voladores saltaron y, volando a gran velocidad, como no importando más que la victoria, se lanzaron sobre la retaguardia, echando bolas de fuego a todo lo que se movía, provocando un gran incendio en aquella mañana en Al Bunyul y su ribera. 

Los cuatro voladores tenían el deber de morir antes de que las tropas cristianas avanzasen a Valencia. Los cuatro se estrellaron contra los oficiales y mataron a Hugo de Folcalquier, vasallo y general de Jaime Rey, quemando tiendas y catapultas que no llegaron a utilizarse. 

El alcaide ordenó abrir las puertas del Castillo de Buñol, y salieron como locos toda la guarnición de la Plaza de Armas, tanto en caballo como corriendo. Al Mansur, llamado ya «el victorioso», iba a la cabeza, abriendo un surco entre los asustados cristianos, que no sabían donde huir, pues sin oficiales y sin orden aquello era un desastre.

Su hijo que, impresionado por tal ocurrencia, quiso imitar a los persas voladores, cogió del cadáver de uno de ellos las alas y cola y la mochila y se subió a la roca desde donde se lanzó al valle, atemorizando aún más a los de asalto que seguían atrincherados. Les lanzó dos bolas que explotaron, originando un círculo tan grande de fuego, que apenas se salvaron cien cristianos de los dos mil que vinieron de Medina Albaida y otros lugares. Pero el hijo de Al Mansur «el victorioso» no pensó en como podía parar tal artilugio de alas y cola, y se estrelló contra la maquinaria de asedio, incendiando el poco material que aún quedaba. Acabó quemado sobre una pieza de resortera. Los musulmanes, que no se creían lo sucedido, gritaban y levantaban sus estandartes al cielo, vociferando el nombre de su vencedor, el alcaide Al Mansur.

Así, gracias a Abbas Ibn Firnas, el moro volador del Emirato Omeya de Córdoba, se libró la increíble batalla de Al Bunyul, y muchas más, dando la victoria a almohades y musulmanes, hasta que los castellanos logran traer desde la Ruta de la Seda la famosa pólvora negra y, espabilándose de tal manera, que cayeron alcazabas y fortalezas moras en pocos años, aplicando el tubo de cañón y otros artilugios.

Hoy, en la fortaleza Castillo de Buñol, existe, como en Córdoba, un monumento al moro volador Abbas Ibn Firnás , que se adelantó a Da Vinci y otros que también querían imitar a las aves.

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol literario

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  1. Ágil y elaborado relato que, a semejanza del moro volador Abbas Ibn Firnás, hace viajar la imaginación del lector hasta esa época y hechos con pasmosa facilidad. Es lo que tiene poseer y ahondar en el cruel y desapacible pasado, y que al mismo tiempo es necesario para explicar el momento presente.
    Enhorabuena.

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