El tiempo es circular. Vi a Lorca entre las huertas, mirándome.

Su voz, susurrándome a Góngora, me partió el alma. Era en la Huera Arriba, cerca de un frío manantial, quizás una fuente, fuente de verano caluroso, fresca el agua. Escuché unas palabras,  como una brisa formada por versos…

Acababa el curso. Mejor dicho, ya acabado y contento con las notas, decidí ir a las huertas a ver los pájaros y después darme un baño en la balsa color turquesa, entre los caminos y las higueras. Era tiempo de estío y olía a verde. El sol, la tarde amarilla y la tierra dorada, hacían de un paisaje mediterráneo una estampa de libro.

Cuando veía las acequias y los árboles frutales del verano ardiente, me evocaba a Lorca. Sentía sus poemas atravesar mi corazón de adolescente herido. Olor a limón y a barro, eso pensaba al meter la mano en el agua de la acequia. Todo un mundo de sensaciones y dudas me acorralaban. Tumbado en la orilla de la balsa, entre aguas y arañas azuladas, miraba el cielo como una gran losa de bello mármol y soñaba con escribir versos como Lorca. 

La tarde caía lenta y macilenta, como diría su amigo Machado en los Campos de Castilla. Seguro que, alegre y sonriente, me contaría alguna fábula y me llevaría a caminos secretos y sobrenaturales. De su mano conocería a muertos y vivos, que le admiraban, almas difusas que jóvenes volarían al mundo perdido de los poemas.

Recuerdo su traje blanco, sus pantalones anchos, su pelo engominado, su sonrisa de luna muerta, sus manos delicadas de mariposas cubiertas, su voz perdida en algún pozo andaluz y, en su pupila, la niña muerta de sus sueños.

No me dejes solo, amigo Lorca, que viene la noche cercana. Los caballos al galope vienen desde el Camino Real, son negros y tengo miedo. Sus jinetes, soldados con armaduras, o esqueletos, braman injurias de versos rotos. Tengo miedo, miedo profundo a la noche cerrada.

Mira el ocaso, aún queda tiempo, la tarde se cierra entre balas extranjeras o italianas. No te vayas, Lorca, que viene la guerra, quédate aquí en mi pueblo, en mi casa, lejos del asesino. 

Le veo perderse en el camino hacia el Sur. Se pueden ver sus manchas de sangre sobre su traje blanco. Balas de plata atraviesan el aire, gritos de dolor, poeta en New York, corre por las huertas de Granada. 

Vi a Lorca mirándome.

Era una tarde de junio, en el Ateneo de Valencia. Lorca presentaba su libro de poemas «Poeta en Nueva York». Entre la gente, entre las sillas, viejos cuadros de academia y una gran ventana que tragaba el ocaso valenciano, le vi, firmando su libro. Llegaba tarde y me había perdido la presentación, aunque el libro estaba escrito hacía años, gracias al viaje que realizó a la ciudad de los rascacielos con Giner de los Ríos. No lo había presentado en la ciudad del Turia todavía.  Pude observarle de lejos, siempre con su sonrisa blanca de luna llena, incluso jovial y alegre, como siempre.  La fila era larga, la espera infinita, la tarde cayendo en rayos de plata. Cuando quedaba sólo una persona delante de mí, mi inquietud se acentuó. ¡Qué nervioso estaba!, quisiera abrazarle…

–¿Cómo te llamas, joven valenciano? –me dijo sonriendo.

–Rafael, soy de Buñol.

Mientras firmaba el libro con mi nombre, se quedó pensativo, y me miró.

–De Buñol. ¿De verdad eres de ese pueblo tan bonito y de ocasos macilentos y morados? Siempre he querido parar allí de camino hacia Madrid, pero nunca lo hago.

Me quedé sin aliento, ahogado, sin palabras, ¿qué tenía que decirle sin equivocarme?

–Puedes venir cuando quieras, yo te esperaré –y los dos nos quedamos mirando la pluma metálica y lunar.

–Pues no se diga más, toma, escribe aquí tu dirección y tus datos. Te digo que voy a volver a verte, Rafael, ánimo… Oye, me parece que tienes cara de poeta, lo noto –y se echó a reír como un niño, se levantó y me abrazó. Mi ser fluía entre poemas y océanos de vida, sentía la vida florecer en huertas de La Vega, de gitanos y caballos blancos, de mariposas disecadas y almas perdidas…

Contento como un niño en domingo, volví en el ferrocarril a mi pueblo. No dejaba de pensar en lo ocurrido, fue algo excepcional, único en la vida, que no se volvería a repetir.  Mas mi mente decía, tranquilo, es demasiado bueno, y simpático, ¿quién te dice que no se lo habrá dicho a más personas?, es vital hasta la locura, ¿entiendes?… seguro que se olvida de ti.

El tren, como un gusano gris, avanzaba. La vida, también. La noche, acuchillaba.

Pasaron los días, un mes exacto, y recordaba aquella tarde de junio, verde y amarilla, de pájaros y poemas. No escribirá, es inútil esperar su carta. La música hervía en mi cerebro, los paisajes se volvían letras y versos, los días pasaban formando un libro inédito y veloz, sin dejar escapar el sentimiento y aprecio por tan gran poeta.

Una mañana de julio, fresca y azul, recibí una carta. Mi corazón se aceleró cuando reconocí su letra en el remite, sus filigranas, sus «l» altas, sus grafismos. Temblaban mis manos al son de la mañana, la abrí…

«Querido Rafael. 

Amigo y colega poeta, que lo sé, que eres poeta, te lo vi en los ojos de paisajes y ocasos morados, de aguas vivas correr en la noche lunar de tu pueblo…

Tengo que ir a Valencia el próximo miércoles a repasar la obra «Bodas de sangre». Si quieres, me puedes recoger en el ferrocarril de tu pueblo, llegaré por la mañana cerca de las nueve, tendré que madrugar mucho, salgo de Madrid. Como decía, me recoges y me enseñas tu pueblo. Qué ganas tengo de pisar sus calles, ver su castillo, sus fuentes, su paisaje… y verte a ti. Oye, tráeme algún poema que lo lea, o libro, no me engañes, que seguro que tienes algo por ahí.

Tuyo, amigo, Federico.»

No podía creerlo, iba a estar con Federico un día.Pero, no ha dicho si se quedará a comer, pensé. Bueno, iremos a la Posada, allí seguro que nos atienden. Todo mi ser estaba flotando en un mar de versos y cielos limpios, mañana clara y divina.

Y llegó el día, el miércoles. En la estación, le vi bajar del vagón, con su sonrisa, con su traje blanco y su sombrero de paja a juego. 

–¿Rafael! –gritó.

Nos dimos la mano y anduvimos sin parar de hablar hacia la Posada para tomar algo. Su vitalidad y energía eran inhumanas.

–Venga, vamos al castillo –dijo después de acabar su café.

El castillo nos recibió en un mapa de golondrinas y pájaros, como dando la bienvenida. Las almenas, el matacán, la torre de Homenaje, la Plaza de Armas, quedaron impregnadas de su alma de niño travieso y feliz. No podía creer que estaba con Federico. 

En el Puente Roquillo le leí mis poemas, entre algarrobos y acequias.

–Cuanto me recuerdan a mi Granada, a La Vega, estas huertas. Oye, muy bien, me gustan tus versos, como surrealistas. Le voy a contar a Dalí que eres admirador suyo. ¡Muy bien!

Nuestro último destino antes de irse, pues no se quedaba a comer, era La Cueva Turche. Nos llevó el taxi del pueblo, pues estaba bastante lejos caminando. Enseguida comenzó a hablar con el conductor desprendiendo esa alegría que lo caracterizaba. Yo no quería que se acabase la mañana lorquiana y, mirándome un poco serio, me dijo:

–No estés triste, Rafael, seguro que nos volvemos a ver, tranquilo. Además, quien dijo «lo bueno, si es breve, dos veces bueno».. –y nos echamos a reír todos, incluso el conductor, que no sabía quien era el joven de blanco.

–Bueno, ya hemos llegado a la Cueva Trucha –dijo.

–No, hombre, no, la Cueva Turche –aseveré yo. Y reímos como niños alocados y despreocupados.

–Sí, la Cueva Turche.

Al verla, impresionado, levantó sus brazos, se quitó el sombrero de paja y gritó:

–¡Qué maravilla, qué cascada! De aquí, amigo, haré un poema, que te regalaré, y lo llamaré «Verde a la Cueva Turche», ¿te gusta?

–Me encantará leerlo, Federico.

La mañana se acabó y volvimos a la estación. Le despedí con palabras de poeta melancólico y joven provinciano, pero él me animaba con que podría ir a Madrid a visitarlo a la residencia de estudiantes. Grabé este día en mi mente y la fecha de plata en mi corazón de aspirante a poeta. Sólo había una cosa importante y era que había venido a verme. ¿Quién podría haberlo imaginado? Lorca en Buñol.

«Un arco de lunas negras, Sobre el mar sin movimiento»    

Leí estos versos mientras en mi oscura habitación recordaba aquel día. Hay personas que marcan nuestras vidas y Federico me marcó con su poesía y su vitalidad. Me abrió puertas del paisaje que yo nunca hubiese descubierto, ¿acaso tendría un sentido oculto para hacerlo?, no sé.

En octubre recibí una carta del poeta que decía lo siguiente:

«Amigo Rafael, ¡qué bien lo pasamos aquella mañana!, ¿cómo estás? Como dije, te remito el poema «Verde a la Cueva Turche». Espero que te guste, fue un lugar especial, tiene algo como escondido pero que no supe captar…

Amigo poeta, se despide, Federico».

Junto a la carta iba el manuscrito de este bello poema, «Verde a la Cueva Turche». El original se encuentra en una vitrina, pues lo doné a la Biblioteca Municipal de Buñol. Por si quieren leerlo, se encuentra debajo del segundo arco a la derecha, cerca de la entrada.

Lorca, siempre Lorca, siempre te veré en estos paisajes, en sus huertas, tu espíritu me acompañará…

En Buñol, 1935.

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol histórico

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