Estos días azules y este sol de infancia

Cuentan que esto había escrito en un papelito hallado en un bolsillo de la chaqueta sucia y un tanto raída de un hombre que murió en el hotel Bougnol-Quintana del pueblo de Colliure, en el Mediterráneo francés lindero con España. Era miércoles 22 de febrero de 1939. Tenía el hombre 64 años y quienes lo vieron en los días anteriores por el pueblo –pocos días y pocos lo vieron, pues llegaron a principio de mes– podrían haber asegurado que veían a alguien bien entrado en la ancianidad. Junto al papelito, hebras de tabaco, un chisque de mecha, algunas pesetas inútiles…

Habían salido de Barcelona un mes atrás acosados por la derrota, los aviones y sus bombas, el frío… la hecatombe, en suma. Llegaron a Francia con lo puesto y perdieron por el camino variados objetos, kilos de peso corporal y, a última hora, una carpeta con quién sabe qué textos. Fue aquello una tragedia personal y colectiva. Personal en cuanto la desmembrada familia Ruiz Machado o Machado Ruiz era disgregada, golpeada,  lanzada a los caminos, la angustia, el exilio, la muerte misma. Y colectiva porque se encuadraba y formaba parte del triunfo violento y perverso del fascismo hispánico. De entonces a acá mucho ha llovido pero podríamos rememorar este asunto imaginando la barbarie que seguimos casi en directo, con poetas incluidos, en el oriente Mediterráneo y de la mano del perverso, así mismo, ejercito israelí.

«(…) en una Facultad de Teología bien organizada es imprescindible para los estudios del doctorado, naturalmente, una cátedra de Blasfemia (…)».

Su madre Ana Ruiz,  una anciana de verdad,  hacía semanas que había perdido el rumbo y preguntaba en el trayecto final: «¿Falta mucho p´a Sevilla, Antonio, falta mucho p´a Sevilla?». Poco faltaba para Sevilla si Sevilla hubiese sido, y era como fue, el fin y cierre de los ciclos, es decir, la muerte. Él llegó el 22 y Ana el 25.

Durante esos aciagos días medio millón de personas cruzaron la frontera en aquel desgarrador invierno, un éxodo interminable donde, como en un embudo, se recogía media España frente al paso de Por Bou. No solamente llegaron con la desesperación que suponía vivir con una perenne incógnita –«¿qué nos va a suceder ahora?»–, sino que además se encontraron con una Francia inmersa en una fuerte crisis económica, amén de una derecha reaccionaria dominada por fascistas y xenófobos. ¿Cuántas veces se ha repetido, después de febrero del 39, en Europa y en todo el mundo, esta escena? El desconsuelo, la pena y el dolor no tienen límite. Las tragedias, grandes o chicas, tienen el común denominador imperturbable de ser trágicas. Las injusticias, grandes o chicas, tienen el común denominador imperturbable de ser injustas.

Todo fue una gran epopeya personal, anónima, menor y perteneciente sin duda a la grande y colectiva. El jueves 23 de febrero unos jóvenes soldados mal uniformados de un ejército inexistente en un país extranjero –sabiendo o no quién era el difunto– portaron el féretro, desde el Bougnol-Quintana, envuelto en la bandera de un país imaginario, al encaramado cementerio de Colliure.

«Y cuando llegue el día del último viaje

y esté a partir la nave que nunca ha de tornar,

me encontraréis a bordo ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos de la mar.»

Ahora, febrero del año 24 de otro siglo, el éxodo de las gentes sigue como una espada de Damocles sobre la humanidad, los derechos humanos, el afecto, la fraternidad y la vida misma y, a su vez, en este sufrido solar hispano, los voceros que se sienten herederos de la infamia ejecutoria del franquismo jalean caralsoles y banderas invictas desprendiendo un rancio olor patológico incluso desde los sillones del congreso o, con mayor proximidad y escarnio, del Palacio de Benicarló. Ruina, infamia y peligro de nuevo. Aquel jueves lejano y próximo llovía y llovía y, por lo que cuentan, llovía.

«Sólo recuerdo la emoción de las cosas, y se me olvidó todo lo demás; muchas son las lagunas de mi memoria. Empleo a veces las palabras fuera de su recto sentido con conciencia de mi error».

Como un maestro zen redomado y perfecto, ecuánime en el mínimo papel de una vida que ahora refulge por su obra, partió ligero de equipaje… como los hijos de la mar. Queda su memoria, su palabra, su fugaz paso, queda su soñar. En suma, queda casi todo o casi nada. Mas, ¿por cuánto tiempo y con cuán sentido?

Biblioteca Pública Municipal
bibliotecaspublicas.es/bunol

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