Hay que ponerse guapo

Mamá cuenta que llegamos a Buñol el 24 de junio de 1973, con el solsticio de verano empezado, un camión de mudanza desde Utiel y muchas ilusiones. Papá había sido contratado en Cementos, como chófer de una de las cubas. Nos instalamos en el primer piso del número siete de la calle Salvador Domingo, hoy Avenida de la Violeta. Conocíamos a Mariano, el de Telégrafos, y a Alberto y a Cruz, amigos de mi padre. Poco más.

A mí me llevaron a la guardería de las monjas, el colegio Atalaya. Subía en el coche de Juanillo. Y Juli, mi vecina, me guardaba sitio preferente en el autobús. Pronto nos hicimos amigos de Consuelo, la vecina de rellano, a Rocío, a Matilde… La tribu local de los años setenta, rebeca de punto, televisor en blanco y negro y pantalones de pana. 

El 23F nos pilló en otro piso, en la avenida de la Música. Un edificio solitario en medio de las huertas que pintaba de azul. Ahí llega Paquita, los Méndez, Berta, Pili, Pepe, Maruja, Millán… Una nueva familia en tiempos del «Un, Dos, Tres». 

Buñol empezó a desarrollarse con la gracia y el desorden típico de los años ochenta, con la soltura de un carácter dinámico, obrero y festivo. Las fincas se levantaban donde había casas y el paisaje fue mutando en una pseudociudad. Con lo bonito que son los pueblos que siguen pareciendo pueblos, con sus farolas, sus tejados, sus macetas… El adobe caravista hizo mucho daño, del mismo modo que lo hace una fachada sin pintar. 

Pero Buñol, con toda la hermosura que tiene, nunca se ha sentido guapo. Si no, habría cuidado el entorno de otra manera, demoliendo las fábricas abandonadas, mimando el río, adorando las cuevas, revitalizando el castillo y poniendo alegres las calles. Sentirse guapo es esencial; del mismo modo que nos arreglamos en feria y fiestas, urge una revisión de cómo somos, de cómo queremos mostrarnos y cómo queremos ser. 

Mi padre tuvo un accidente grave y se quedó de oficinista en el almacén de Tracesa. No lo llevó nada bien. A él le gustaba la carretera tanto como a Julio Iglesias. Buñol dejó también de ser industrial y todavía no ha encontrado su música, paradójico en un pueblo con dos bandas. Falta coger el compás. 

Hoy, desde otra casa, con otro vecindario, mayor y satisfecho de mi lugar, miro la belleza de lo que puede ser y será. Estoy convencido. Buñol tiene todas las posibilidades para embellecer su Castillo, para hacerlo turístico con prudencia, para mejorar accesos, cuidar caminos y hacerlos hermosos, «emblanquinarse», remodelar con gusto San Rafael, las Ventas, la plaza de Beltrán Báguena, el río, etcétera. 

Nos falta un filtro. Una sensación de sentirnos guapos, de presumir con gusto y de apostar por lo que somos.

Máximo Huerta Hernández
Escritor y periodista

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