Muerte en el Castillo de Buñol

La ubicación de la fortaleza de Buñol ha debido de contribuir en cierta medida a su conservación por una doble razón. 

Por un lado, su deterioro ha sido menor al encontrarse próximo a la zona urbanizada, incluso envuelta y rodeada casi en su totalidad por la expansión de las edificaciones hacia sus tres accesos (S, N y W) y no en una zona apartada y aislada como la gran mayoría de castillos valencianos que resultan más expuestos al saqueo de materiales valiosos para nuevas edificaciones.

Por otro lado, su posición central lo ha convertido en un lugar de paso, una vía de comunicación entre las zonas altas y bajas de la localidad y, en la historia de sus diferentes usos, fue objeto de una ocupación pacífica durante el siglo XIX para erigir viviendas, en muchos casos infraviviendas, para gente necesitada que aprovechando sus muros contribuían a su perpetuación. Son muchas las funciones desempeñadas por las fortalezas que, como es sabido, resultan cambiantes con el paso del tiempo.

En su trayectoria histórica la fortaleza ha sido, sobre todo, la representación del poder señorial, el lugar de residencia de la guarnición militar, el alojamiento, casi siempre ocasional o de temporada, de los señores y el almacén donde acoger las particiones de cosechas impuestas a los habitantes de Buñol. Son también conocidas las reocupaciones y proyectos desarrollados o diseñados –y olvidados– a partir de la disolución del señorío en el primer tercio del siglo XIX.

¿Un lugar para la muerte? Efectivamente, la muerte tiene una relación estrecha con nuestro castillo. En primer lugar, por encontrarse en él y, concretamente, en la iglesia del Salvador la cripta de los Mercader, los Condes de Buñol que durante mucho tiempo eligieron aquí su sepultura. Por otro lado, en tiempos medievales, además de la guarnición militar –reducida según los indicios– residían en el castillo dos importantes oficiales señoriales: el Alcaide (alcaid) que era el jefe de la milicia y el Bayle (batle) como administrador y cuidador de los derechos y bienes señoriales. Pues bien, conocemos un interesante caso relacionado con el fallecimiento de un alcaide mientras se encontraba ejerciendo el oficio por encargo señorial. Se trata de uno de los alcaides más antiguos documentados, en concreto viajamos a principios del siglo XIV.

Guiu de Xanesveres era un oficial muy apreciado de la reina Blanca, esposa del monarca Jaume II, y recibió de ella el encargo de custodia del castillo de Buñol ya que administraba la dama el señorío mientras crecía su hijo Alfons, menor de edad y titular del señorío. El nombramiento del oficial como tenente y custodio suponía la obligación de residencia y exigía la devolución del castillo siempre cuerpo a cuerpo, personalmente, en caso de transmisión del señorío o ante una rendición. La vinculación del Alcaide ultrapasaba incluso el momento de la muerte y era precisa una orden específica para extraer el cuerpo del oficial fallecido de la fortaleza que tenía encomendada. De este modo, en febrero de 1318, el infant Alfons, ordenaba a Joan de Xanesveres, hijo del oficial que había muerto, que entregase el castillo al procurador como si a él personalmente lo entregase al tiempo que le absolvía de la tenencia del castillo presumiendo así una especie de carácter hereditario. La orden se acompaña de la autorización para extraer el cuerpo de su padre para enterrarlo donde considere. El protocolo es estricto y no puede el oficial abandonar aquel recinto, aunque esté muerto, sin ser relevado previamente de su compromiso como custodio de la fortaleza. Para que la entrega ‘cos a cos’ pueda tener lugar podía utilizarse un procurador representando al señor y la figura del hijo del finado por razones obvias a través del cual el muerto quedará relevado de su compromiso de custodia.

El castillo de Buñol incluía siempre una prisión como corresponde a una de sus principales funciones, el control sobre la población. El Bayle, el otro gran oficial que reside en el recinto fortificado sanciona e imparte justicia que incluye la posibilidad de matar –ejecutar suena más suave!– al presunto delincuente: pena de muerte. 

Por extraño que a veces pueda parecer el sistema penal en la edad media rehuía de la pena capital. De igual modo hay que recordar que la prisión no era un lugar donde se cumple una pena de restricción de libertad, no. La prisión es siempre un lugar de custodia temporal, una estancia de paso hasta que se produce la sanción en forma de multa las más veces, o castigos corporales -azotes- incluyendo los más graves de mutilación y muerte. Muy a menudo las sanciones son redimibles por una cantidad en moneda que alegraba los cofres señoriales y así se aseguraba la supervivencia de un trabajador y contribuyente cuya muerte resultaría poco provechosa. De este modo a las riñas, robos, agresiones de todo tipo e incluso asesinatos le son aplicadas unas penas pecuniarias que podían, no obstante, resultar enormemente gravosas.

La mayor parte de los conflictos derivan de las tres principales fuentes de alegrías del personal: el sexo, la bebida y el juego. No obstante, los tres comportamientos considerados ilícitos que son merecedores de la máxima pena eran la ofensa a la religión cristiana, el crimen de lesa majestad y la sodomía. 

Pero, como hemos advertido, la ejecución de un reo supone también la pérdida de un contribuyente y es esta una consideración que tuvo que influir en la escasez de tal práctica en nuestras tierras. Apenas conocemos unas pocas ejecuciones de reos pero en una ocasión, en 1318, se registra una verdadera orgía de fuego al resultar condenadas a la hoguera un grupo de personas de Chiva y de Buñol en compañía del Alamín de Chiva tras una confusa acusación relacionada con el robo de grano de los almacenes señoriales curiosamente acompañada de una oportuna imputación de sodomía que aseguraba aquél trágico final ya que «erant crimine sodomitico increpati» = eran acusados de crimen sodomita. 

Nos parece razonable suponer que tal acusación vino a procurar a los perseguidores un argumento definitivo para asegurar la eliminación física de los reos si observamos que además se atribuye a un grupo numeroso de supuestos practicantes. Los bienes de los reos fueron confiscados y vendidos tras lo cual hubo que resarcir a diversos acreedores que reclamaban y también el Bayle tuvo que restituir el ‘assidach’, es decir, el dote de la viuda. 

En el caso de Mariam, la viuda, aseguraba ésta que ciertos bienes que se encontraban en Buñol le pertenecían a ella, probablemente formaban parte de su dote.

Manel Pastor i Madalena
Doctor en Historia Medieval

Instituto de Estudios
Comarcales de La Hoya de Buñol-Chiva

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