¡Que viene la Feria!

Las madres se afanaban en ponernos lo más guapos posible y nuestras infantiles mentes intuían que pasaba algo fuera de lo cotidiano. Pronto lo descubríamos: nos íbamos a la Feria de Buñol. Nuestros padres también iban más arreglados que un día normal. Cogidos de sus manos, el camino hasta el Paseo de San Luis pasaba por la Plaza del Pueblo, en donde nos juntábamos con los tíos y primos, con motivo de inmortalizarnos fotográficamente. 

En la Plaza había fotógrafos con un pequeño montaje que en el momento de la foto nos hacía volar nuestra imaginación, ya fuera encima de un caballo de cartón, de una pequeña Vespa de juguete o sentados junto a una pequeña mesa bajo una sombrilla como si estuviéramos en la terraza de un bar, entre otras opciones. Me llama la atención que casi todas las fotos de esos años eran de los hijos y las hijas. Los padres no solían aparecer en las imágenes. Con las precarias economías de aquella época (principios de los sesenta) ellos preferían que saliéramos nosotros. Gracias a eso hoy disponemos de esas entrañables fotografías que nos hicieron con mucho sacrificio. Hecha la foto ya enfilábamos hacia San Luis.

El aumento del bullicio como banda sonora nos indicaba que ya estábamos llegando a la Feria. Algunos fotógrafos más estaban por allí con sus cámaras y algún «atrezzo» para la foto, por si alguien quería hacérsela allí. Poco más adelante nos recibía un arco metálico que, cuando supimos leer, entendimos que nos daba la bienvenida. Andando un poco más, todavía aumentaban los decibelios del ambiente por la megafonía de la tómbola, que siempre la ponían enfrente del Hogar. A mi memoria vienen esos papelitos plegados como un triángulo y cosidos, que contenían alguna ilusión para sus compradores, hasta que ésta se confirmaba o desvanecía en cuanto abrían los boletos. No recuerdo que nunca nos tocara algo importante, pero la voz del «tombolero» jaleando los premios que tocaban sí la conservo en mis archivos mentales sonoros.

El primer recuerdo que tengo de una atracción de la Feria, ya ubicado más adelante, junto al restaurante «La Acacia», eran unas barcas azules que, movidas manualmente, pendulaban desde una barra, hasta que pasado el rato que estimaba el feriante, éste las iba frenando para que bajara la gente y subieran nuevos pasajeros. Este recuerdo lo tengo muy nítido, ya que debían ser las primeras veces que subía a una atracción. En aquella época la energía eléctrica no movía tantas atracciones feriales como ocurre en la actualidad. Ya abajo, y nuevamente de las manos de mis padres, seguía la ruta ferial pasando por delante de unos barracones de «tiro rifle», en donde se acodaban personas en su mostrador con el fin de hacer buena puntería con el rifle para sumar los más puntos posibles y llevarse el premio. 

Sobre las cosas para comer, que se vendían en papeletas (ya que el plástico todavía no había hecho su aparición), había una que siempre me llamaba la atención: el coco, que, cortado en gajos, hacía nuestras delicias.

Siguiendo el paseo llegábamos a un sitio mágico para nuestros ojos: los barracones de juguetes, unos apilados en estanterías y escaparates, y otros colgados de la marquesina del barracón. Estos dos almacenes de sueños lúdicos eran los de Moliner, que siempre se situaban muy cerca del Restaurante Puché, desde donde solía haber una valla de cañizo por la que accedías a la Ermita de San Luis, al charco y al «entablao» en donde se hacían los conciertos y el «varietés». Algo que recordaréis quienes leáis esto y tengáis cierta edad es esa pregunta: «¿Qué te han feriao?»

Entre la infancia y la juventud

Pasaron los años y de aquella tierna infancia pasamos a los años esos en que habías superado la infancia pero aún no habías llegado a la juventud. Ahora ya no solíamos ir con los padres, lo hacíamos con los amigos. La Feria ya había cambiado, no sustancialmente, pero sí con más novedosas atracciones: la ola, algún tíovivo infantil, los patos de plástico para pescarlos, y algunas más. Pero la que triunfaba sobre todas era los coches de choque, que siempre eran de «Autochoc Mario», y además te ponían la música de moda y éxitos del verano mientras los coches correteaban por la pista. La duración de un viaje en aquellos coches variaba según la hora que era. Cuando más gente había para hacer viajes (de ocho a diez de la noche), menos duraban estos, dándose el caso de que si el coche que cogías estaba en un rincón de la pista apelotonado, igual sonaba la bocina y cuando volvía a avisar del final del viaje ni te habías movido del sitio. Esta atracción también servía para que los más «bruticos» se dedicaran a chocar contra otros coches (normalmente ocupados por chicas), intentando demostrar lo «grasiosos» que eran, aunque a día de hoy es más correcto decir «lo garrulos que eran». 

En otro de los lugares en donde más horas estábamos era en los futbolines. Allí competíamos y la pareja que perdía la partida se marchaba, dejando el sitio a otra nueva pareja, que echaba un duro para sacar las bolas, empezar y al final seguir el mismo protocolo: quienes perdían se marchaban y los nuevos pagaban. El futbolín era de las cosas más baratas de la feria, lo que hacía que el dinero que nos habían dado en casa fuera más productivo y nos proporcionara más rato de diversión. Además, había momentos en que casi tenías que coger turno para acceder a uno de ellos.

Recuerdo también que los lunes de Feria se celebraba un Festival infantil patrocinado por Galerías Todo, de Valencia, en el que un presentador planteaba pruebas y más pruebas para la chiquillería asistente. Algunos tenían la suerte de subir al «entablao», con el propósito de ganar para llevarse algún juguete. En el caso de que no fueras elegido para subir siempre te quedaba la opción de «feriarte» algo en los barracones de Moliner, ya que con la cantidad de cosas que había era difícil no encontrar algo que nos gustara comprar.

 Y nos llegó la juventud

Los años seguían pasando y llegamos a esa edad en que te crees que te vas a comer el mundo. Es esa época en que te crees más mayor de lo que realmente eres y empiezas a preguntarte muchas cosas, pero cuando llegaban las fiestas la pregunta más tópica y repetida era: «¿A quién van a traer este año a la Feria?». Ya sabíamos de antemano que nuestro C.D. Buñol se iba a enfrentar a dos potentes equipos, pero en el caso que ocupaba nuestro interés era saber qué artistas, humoristas, cantantes, grupos, etc. podríamos ver en aquella semana. El «varietés», que posiblemente antes nos causaba algo de gracia, ahora ya lo veíamos como algo para gente más clásica, a nosotros nos iban más las verbenas y grupos de música. 

A la Feria ya solían acudir más atracciones («La araña», «El tren de la bruja», etc.), además de las clásicas de todos los años, pero ya no nos llamaban tanto la atención. Es obvio decir que los intereses de esas edades iban por otro lado. La pubertad llamaba a nuestra puerta y nos venían esos duendecillos en forma de que te gustaba esta o aquella chica y viceversa. El ir normalmente en una pandilla potenciaba las posibilidades de éxito, aunque no siempre era seguro, y los más resultones (o quienes eran menos tímidos) solían triunfar más. 

Era finales de los setenta, el dictador Franco se había muerto y parecía como que se abrían nuevas puertas al mundo, a unas relaciones más libres (dentro de lo que cabía), y a la Feria de Buñol vinieron grupos y cantautores de mucho prestigio, llegando a tener una noche en la que la fiesta se convertía en reivindicación en unos momentos en que la gente tenía unas aspiraciones de conquistar parcelas de libertad. Por el «entablao» pudimos ver al uruguayo Quintín Cabrera, a Julia León, a Rosa León, a Adolfo Celdrán, a Lluis Miquel i els 4Z, a Paco Muñoz, als Pavesos, entre muchos otros. 

 Y hasta aquí llegan estos recuerdos de veinte años de mi vida en los que, cuando llegaba la Feria, el Paseo de San Luis era nuestro punto de encuentro y nuestro lugar en el Mundo. De las Fiestas en sí y todo lo que conllevaban lo trataré en otro artículo. Ahora cuando paseo por allí me vienen a la mente todos esos recuerdos que ocupan su lugar en el desván de mis memorias.

Venanci Ferrer Tarín
Ex-quiosquero del barrio Gila

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